Solomon y su esposa Sara me atienden en el lugar más fresco de su residencia, el acogedor sótano que hace las veces de taller donde él se afana en sus barcos de miniatura. Prolífico armador naviero él, filóloga ella, su común jubilación no abandona los sobresaltos que marcaron su juventud como hijos de quienes vivieron la shoah. Aunque confiesan serlo, deniego describirles como judíos, pues la religión profesada es una efímera y tramposa neblina que impide acercarse al alma de las personas. Por una carambola propia de la teoría del sexto grado, un conocido de un familiar de una amiga me comentó que conocía a «dos judíos»; de inmediato creí que más bien se trataba de dos israelíes. Residentes a casi un millar de kilómetros, en una ciudad costera que sabe muy poco de ellos. Solomon y Sara aceptan hablar conmigo: quiero conocer a alguien que desde su identidad como israelí me ayude a comprender el dolor al que está siendo sometido el pueblo de Gaza. Me miran los tristes ojos azules de Sara que se abren como el mar por donde navegan los barquitos hechos por Solomon. «Recurrir al dolor de los abuelos a los que no conocí. No siempre pensé así. Viví convencida de que era preciso que me dedicara a la batalla contra «los otros», como si inflingir la derrota restituyera la paz que necesita una misma. Que no es así, lo entendí mucho más tarde«. Me sorprende Sara. En efecto, no trata de averiguar mis intenciones ni mi oculta filiación moral; no me recibe para entablar una lucha ni para hacer de dios eligiendo a los suyos. Temo estar ante una persona con poca esperanza. Me surgen dos preguntas de inmediato
– Pero ¿no es preciso entonces conocer el dolor de quien causa dolor en otros?
– He crecido siendo depositaria de muchos dolores. El dolor de mi gran familia casi exterminada en Holanda, el de los familiares dispersos por algunos países cercanos, el de las familias de mis conocidos en tantos otros lugares. Y todo ese dolor creímos poderlo transformar en esperanza con una nación en el mundo sin más dolor al fin. Fuimos depositarios de otros dolores que tenían inoculado un odio sin posibilidad de restitución. Las esperanzas, al estar trenzadas de palabras, lo aguntan todo, pero no resisten el embate de los hechos.
No me ha respondido, e intuyo que rehuye urgar en el dolor del pueblo judío para llegar al dolor palestino. Digo:
– Esa esperanza de crear una nación surge donde existía un pueblo.
Salomón esboza una imperceptible sonrisa como un acto reflejo mecánico al enfrentarse a la misma cuestión una y otra vez, y se atusa los pocos cabellos blancos para quitarse después las gafas. Sara mira el poso de mi taza de té como si fuera un pozo negro.
– La utopía, la de convivir dos pueblos, anidó en nuestros corazones. Buscábamos un refugio de la inhumanidad del mundo. Volvíamos donde ya vivían otros judíos. ¿Por qué no ubicarnos en aquella tierra? Salomón y yo ni siquera habíamos nacido, pero recibimos la necesidad de una tierra prometida y la vivimos como nuestra hasta el día de hoy.
– Decía que…
– Sí, esa utopía se desvaneció muy pronto, y dió paso a otra guerra. Una guerra en la que por primera vez en la historia ganábamos, y en esa victoria nos refugiamos seres asustados que eran nuestros mayores y rabiosos que éramos los jóvenes que dijimos «nunca más» ante la historia de nuestro pueblo. Y a la guerra ofrecimos en un altar, nuestra paz interior, que sacrificamos, la convivencia que desechamos en favor de una victoria que ya sólo era posible mediante la victoria total, y ofrecimos a nuestros hijos haciéndoles guardianes y guerreros con la sola posibilidad de la victoria total. Y lo que ganamos es que necesitamos constantes victorias para defender el cuestionado por todo el mundo derecho nuestro a existir.
Solomon y Sara vivieron una temporada en un kibutz cerca de Yavneh, tierras que durantes siglos antes de 1948 se conocían como Ybna, pertenecientes a otras familias, a ellas arrancadas en el fatídico año de 1948. Sus naranjos son hoy propiedad de familias israelíes que exportan al extranjero. Los propietarios de las aldeas de Ybna se hacinaron al sur de Gaza o huyeron a Jordania. En su mayoría ya perecieron, y algunos de sus herederos han fallecido bajo los bambardeos de Gaza en 2009 y los que asolan la franja estos días.
– Rafael Narbona, escritor, dice que hoy Gernika se llama Gaza. Dice: «El astronauta Alexander Gerst ha capturado una imagen que recuerda a un volcán enfurecido, arrojando lenguas de fuego«.
No pretendo juzgarles, y siento que mi observación ha caído, también como una bomba, en acusación. Asienten con una derrota en su rostro que no había percibido antes. Y es Solomon, con su tono apagado:
– No nos libramos del holocausto para ser testigos de esto. Qué más decir.
Soy consciente de que no les compete a ellos responder a la estúpida pregunta habitual de cómo recomponer la paz, la armonía, los acuerdos hace veinte años firmados y todas esas metáforas muertas. Su patria es la derrota y el mundo no lo sabe. Israel, su Estado, gana esa batalla. Les digo que he traído un texto de un judío, Paulo Slachevsky, chileno, editor:
Me siento judío cuando pienso en los sueños que marcaron a generaciones de jóvenes que fueron ensanchando el mundo con sus aspiraciones de libertad, de comunidad, de justicia, de hermandad, que transversalmente han cruzado colores de piel y naciones. Desde el mismo texto bíblico Éxodo, está explícita la necesidad y experiencia de la libertad de un pueblo, de las aspiraciones y derechos cuando se está sometido al yugo, al sometimiento.
Me identifico con la historia emblemática de exilios y dolores del pueblo judío, en cuyas esperanzas de libertad se reflejan todos los pueblos. Y esa historia, con horas trágicas, me ha motivado, como a muchos otros, a defender irrestrictamente los derechos humanos, partiendo por el derecho a la vida y a la dignidad.
Por todo ello me identifico también, y no puedo quedar indiferente, ajeno, a los dolores de otros pueblos, de otros seres humanos. Como no me es indiferente el dolor de los judíos a través de la historia y su derecho a constituirse en nación, tampoco me es indiferente ese derecho para el pueblo palestino, el pueblo kurdo, los pueblos indígenas de nuestro continente.
Y cuando es el Estado de Israel, en nombre del pueblo judío, quien repite en otros lo que le tocó vivir a este pueblo una y otra vez a lo largo de siglos, me avergüenza. Sí, me avergüenza.
Me avergüenza ver hoy cómo se masacra al pueblo palestino bajo el discurso de la defensa propia.
Me avergüenza que se diga “retírense para salvaguardar sus vidas”, cuando bien se sabe que no tienen adónde ir y se les tiene encerrados en un gueto de miseria, opresión y humillación.
Me avergüenza cuando se les pide cordura, pacifismo y racionalidad mientras día a día se les ocupa, se les maltrata y se les asesina, intentando cortar toda posibilidad de futuro.
Me avergüenza que la comunidad judía califique toda crítica y presión internacional como persecución o antisemitismo, cuando fue la misma solidaridad internacional y las Naciones Unidas las que dieron legitimidad al Estado de Israel.
Me avergüenza que como pueblo no seamos capaces de masivamente alzar la voz y dejemos que dominen las voces del egoísmo ciego, incapaz de mirar más allá de sus intereses a corto plazo.
Me horroriza cómo se usa toda la potencia guerrera contra la población civil, cómo se ejecuta el castigo “por cada baja de mi lado, tendrán 10 ó 50 del vuestro” que han aplicado las peores tiranías de la historia.
Sin duda hoy y en estos años se ha manchado de triste manera la historia de un pueblo que para muchos era sinónimo de justicia y libertad. Bien nos ha enseñado la historia que no se acallan los anhelos de libertad y dignidad con la censura y la fuerza, que no se puede hacer cualquier cosa en nombre de la seguridad y del deseo de expansión territorial, que por la fuerza se pueden ganar varias batallas, pero sostenerse solo a través de ella pone en claro riesgo la perpetuidad.
Es hora de parar ya y no manchar irremediablemente nuestra memoria y sentidos de comunidad dejando a nuestros hijos un legado de infamia. Del otro lado del muro están nuestros hermanos.
Solomon y Sara escrutan un silencio, tumbados sobre el sofá como inertes. Ella repite de memoria: que como pueblo no seamos capaces de masivamente alzar la voz y dejemos que dominen las voces del egoísmo ciego, incapaz de mirar más allá de sus intereses a corto plazo.
– Una maldita victoria final.