Como si la ciudad tuviera poco con su tísico cuerpo, a esa hora de la temprana tarde, la bruma parece una gabardina roída en el cuerpo de un joven anciano. Agustín observa con innata paciencia, con la avidez del pícaro o la curiosidad bulímica del médico, este espectáculo. Es Agustín ese joven anciano envuelto en la inmóvil y sempiterna bruma. Desde lo alto de Igeldo podría abalanzarse sobre sí mismo. Pero está en dos sitios al mismo tiempo, como in fotón. Los graznidos de las aves levantan el hambre de la tarde y su sueño oscureciéndose.
Divisa tan a lo lejos las luces azules aleteantes de la policía, ridículas en la inmensidad aletargada y cuadriculada de la ciudad. Desde estas alturas, le resulta imposible elevarse.
El interés por la cosa pública fue una de esas regiones de la actividad espiritual que no había sido cortada por su sabiduría. Desde su improvisada almena ve la coagulación ciudadana asombroso y diáfana.
Mañana va a tener ante sí un inmenso legajo de papeles que ha escudriñado con su letra trémula e inclinada; otra torre de folios mecanografiados con tinta ya ferrosa. Agustín, no vales el sucio e infértil terrón que pisan tus endebles pies de cuerpo hambriento. Agustín, ni para el palio del ajo, enclenque, mísero, desde que murió tu padre te maldigo como una aparición suya que de mi cuerpo dolorido has salido.
Arriba al automóvil aparcado frente a la cuesta de Aldapeta. Y enfila la salida volitiva de la ciudad. El traqueteo del asfalto rugoso le lleva a cuando montaba, bajo la mirada iracunda de su madre, el caballo del tío Ángel. Ribetes de montañas, tersas, de un verdor fruncido, triste y de una rabia escondida. El cielo cetrino expulsa de boca con dientes de nube un gélido suspiro.
Comenzó a advertir que las mujeres de caderas apaisadas podían significarle algo y que podría integrarse en aquel pueblo. Permanecía suspenso y torpe, incapaz de adivinar de qué modo el flujo de palabra por su boca había de consolarle en el futuro de las emociones perdidas y de los largos silencios disciplinados y obedientes. El verso de arte mayor y el periodo elegante y abundoso le esperaban en un limbo de posibilidades que un día lloverían sobre él benéficamente. Englobado en la pluricelularidad ciudadana, aunque todavía no asimilado comulgante, sino perplejo, escucha a los pescadores en la húmeda y algosa hora de la tarde chillar como animales marinos heridos, a los comerciantes en los puestos del mercado de La Brecha sumergirse en el aristocrático desdén de los comerciantes nativos tratando a pusilánime burgués de alcurnia como a reticentes miembros del servicio. Los bañistas al sol mañoso han abandonado al chófer que espera sometido a la paciencia del ser y la nada. Y la playa de la Concha se puebla de someros ectoplasmas palidicientes aparecidos de doquier, ordenados, sabedores de la importancia de su función, felices de un ahora que se desoía en un aquí, orgullos de zambullirse en el agua de la inmaterialidad; fuera de ella, todo, hasta el mínimo gesto tiene una medida intercambiable. Un orden algodonoso dirige como un aguacil las principales extremidades de la ciudad, rectilíneas y obcecadas, sin candor, con un barroco y ornamentado de azules y blancos en ventanas, escaparates, portales, blasones, tranvías y hasta joyerías.
Muere el sereno de una fábrica en Tolosa, balbucean en sus también negras letras los titulares de los periódicos. Pobre hombre, Dios mío, si es que una no sabe dónde vamos a parar. Ni que lo digas, al menos hay concierto en el club náutico.
No basta con levantar con la vidriosa mirada la dura luz del día. El juzgado de Tolosa abre su boca pequeña como de gato pardo bostezando para que el juez Andrés suba las escaleras frías hasta el despacho. Hay que ir, señor juez, le esperan ya los guardias para la factoría.
El señor juez Andrés abandona la concéntrica redondez de las termitas en la mesa del despacho angosto y circunda las estanterías en penumbra hasta posarse en la angosta cara de joven tísico del secretario, con su bigote medio amputado y unos ojos de perro temeroso. Vayamos. Y de un campanario se descuelgan las nueve primeras horas de la mañana.
En la realidad subcutánea de la factoría, bajo la epidermis de una tejavana de uralita, robustecida con violentas pirámides de hormigón ya roído, el juez Andrés está frente a su padre en el cobertizo donde el “crías” injertaba en una oscuridad funeraria conejos y ratones. ¿Quieres matar a un conejo, Andresito? Primero has de sacarle los ojos con estos dos dedos, agarrándole la cabeza con la otra mano. Señor juez, el cuerpo del difunto por aquí. Y ese ejército vencido con los buzos de tergal azul emigrando de sus sorprendidos cuerpos, bajando los cascos del trabajo no sabe el juez si por asombro o nauseabundo respeto. Barrunta con la violencia epiléptica que le azota en sus soledades, que hace frente, en este aquí pero otros ahoras que aquí vienen, también a una tisis arrastrándose hacia él desde quizá el principio de los tiempos. Aquí hay dos crímenes. ¿Cómo dice? señor juez. No he dicho nada, sigamos.
Luis Martín Santos nació en Larache, Marruecos, un 11 de noviembre de 1924. La familia se traslada a San Sebastión en 1929 donde es destinado su padre. Allí estudia bachillerato junto con su hermano Leandro en el colegio Santa María Marianistas. En abril de 1951 ganó por oposición la plaza de director del Psiquiátrico Provincial de Gipuzkoa, lo que supuso su definitiva reincorporación a la vida donostiarra. Su actividad clínica en el Hospital Psiquiátrico se centró en el estudio del alcoholismo y su diferenciación de la esquizofrenia, las dos enfermedades más frecuentes en ese momento. En las costuras de estos sucesos, ha crecido un obsesivo escritor, un renovador de la prosa narrativa en español. Martín Santos crea la que será la obra cumbre del realismo social, Tiempo de silencio. A pesar de ser purgada por la censura franquista, la obra es una crítica punzante a la desigual sociedad envuelta en un progreso gris, bulímico y angustioso donde un inconsciente colectivo hace de la nada su propio modo de vida.
La muerte de Martín Santos en 1964, truncó la edición de la novela en la que estaba trabajando Tiempo de destrucción que publicaría en 1975 el editor Carlos Barral. Galaxia Gutenberg publica ahora con la impresión de un ensayo preliminar del autor esta obra con un orden de los capítulos reestructurado. Tiempo de destrucción es la precuela de la anterior obra de Martín Santos. Al igual que en aquella el antihéroe, Andrés, es un personaje que se forja desde la pobreza periférica y el carácter esquizoide familiar. Su ambición por el saber le permitirá alcanzar la plaza de juez. En medio del fulgor del carnaval de populoso pueblo guipuzkoano, Tolosa, el sereno de una fábrica familiar aparece muerto. A través los interrogatorios, Andrés descubre un microcosmos sórdido tanto de los empleados como de los dueños de la factoría. El río del pueblo hace las veces de vaso contaminante donde la ciudad muestra una máscara adusta y sus habitantes otra con una moral perfilada por la de su tiempo. El despliegue de técnicas narrativas, constantes introspecciones, es acompañado por una mirada al mismo tiempo científica y lírica. Estamos ante una obra cargada de honestidad intelectual, que como decía Orwell, es lo primero que ha de distinguirse en toda obra de arte. Tiempo de destrucción planeta la interrogante: cómo hubiera sido la deriva literaria de Martín Santos respecto a los autores de su generación (Ignacio Aldecoa, Juan Goytisolo, Rafael Sánchez Ferlosio). Leer Tiempo de destrucción es hacer justicia al autor más profundo del realismo social de los años sesenta.
Tiempo de destrucción. Luis Martín Santos. Galaxia Gutenberg 2023. 350 páginas. 20,80 euros.