2. Apuntalar las ruinas.
Al parecer nos encontraríamos inmersos en un proceso constituyente que vendría a desmantelar el tinglado conocido como «régimen del setenta y ocho». El pueblo, la gente corriente, los de abajo, a partir de la catarsis colectiva que supuso el llamado 15-M o los movimientos indignados, habría despertado al amanecer de una regeneración democrática. Una casta de políticos profesionales, banqueros y élites del capital internacional, que durante más de treinta años habían secuestrado la voluntad del pueblo, empezó a ser señalada por la masa indignada como culpables de la crisis, la corrupción y el desmantelamiento de los servicios públicos. Los estragos de la recesión económica, que se cebaron sobre los más débiles, fueron dando paso a nuevas formas de organización. El descrédito de los partidos políticos tradicionales, los sindicatos, el gobierno y la justicia, abrieron una crisis de legitimidad, que se expresó en las acampadas de las plazas de muchas ciudades, entre mayo y septiembre de 2011, al grito de «no nos representan». Un movimiento ilusionante, no definido como de izquierdas o de derechas, sino como el movimiento de «los de abajo» que, poco a poco, se convirtió en una multitud de mareas reivindicativas. En los últimos meses, con la articulación electoral de Podemos, y la aparición de nuevos líderes que se definen a sí mismos como «dispositivos de comunicación política», estaríamos asistiendo al inicio de la recuperación de la soberanía arrebatada al pueblo, y a los primeros pasos dirigidos hacia una sociedad más justa en el reparto de la riqueza; abierta, por fin, a la participación ciudadana. El fin de la vieja política, el inicio esperanzador de una nueva transición.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Hasta aquí, el relato mítico del «proceso constituyente», con Podemos en el papel de la organización que mejor ha sabido conectar con la ola de indignación y sacar un rédito electoral impensable hace apenas seis meses. Los de abajo contra la casta, las familias contra los banqueros, el sentido común contra la vieja política, etcétera. Los elementos del relato son conocidos y se pueden extender a cuantos aspectos de la realidad se traten, con leves variaciones. Así, si se habla de economía basta enfrentar la economía productiva a la especulación financiera. Si de Europa se trata, opondremos el Sur de Europa a la señora Merkel, o el pueblo contra la Troika. Si nos las tenemos que ver con los partidos adversarios opondremos sus bases a la casta de sus dirigentes… y así hasta la náusea.
El relato mítico extrae su fuerza de la repetición constante de esas oposiciones: «nosotros contra ellos», con independencia del contenido, porque evidentemente siempre nosotros seremos nosotros, y ellos, ellos. Y así las verdaderas causas de la opresión quedan veladas. Pero el mensaje, sin duda, llega mucho mejor. Sin embargo, no han sido los impulsores de Podemos (el conocido como círculo promotor) quienes han inventado el cuento. Se trata de la política de partidos de siempre, remozada, y expresada en el momento y el lugar oportunos, para oídos que estaban muy dispuestos a escuchar. En el momento en que la degradación social iba camino de convertirse en irreversible, cuando las condiciones de vida sufrían un hundimiento generalizado y el descrédito de las instituciones se profundizaba, la voz de los oprimidos reclamó amos mejores, y aquellos que siempre están dispuestos a acudir a la llamada, por fin, aparecieron. Se trata, sobre todo, de apuntalar las ruinas e intentar, por todos los medios, ampliar los plazos de vencimiento de una forma de vida condenada desde hace tiempo. Ese es el papel de Podemos, encauzar la negación del régimen que sufrimos hacia una reforma que mantenga las bases materiales de la opresión pero que adopte formas más «participativas».
La base social se nutre de los reductos de las clases medias, profesionales liberales, funcionarios y estudiantes que han visto cómo la extensión de la crisis económica ha hecho peligrar ese mundo que habían creído conquistar con tanto empeño. El mundo de una precaria seguridad garantizada por un Estado de Beneficencia, que es a lo máximo a lo que llegó aquí la utopía del Estado de Bienestar. Durante casi veinte años, la derecha de este país se había ganado a una parte importante de aquellos que reclamaban «trabajo por encima de todo», y con los mismos argumentos pueden pasar hoy a engrosar las filas de los Círculos. Para ellos se construye el relato mítico que hemos visto antes, y ganarlos para la causa pasa por desplazar los términos del debate a las nuevas coordenadas.
En muchos aspectos el trabajo ya estaba hecho. Es una tontería pensar que los dirigentes de Podemos son una especie de maquiavelos posmodernos que tenían todo planeado, o unos genios de la comunicación política (resultan más bien cansinos y pedantes) que han dinamitado el escenario político como parte de una estrategia bien diseñada. Se trata de la expresión organizada de algo que latía ya en las primeras marchas de indignados y que algunos calificaron como una manera de «obedecer bajo la forma de la rebelión». Una representación de la derrota de los movimientos empancipatorios y de las luchas sociales que, después de la Transición, pasaron a tener un papel testimonial, mientras la reconversión de una economía industrial a una economía de servicios integrada en la Comunidad Europea culminaba un proceso que se había iniciado con el Pacto de Estabilización de 1959. La conflictividad social de los años sesenta y setenta, duramente reprimida y posteriormente integrada en el régimen surgido de los Pactos de la Moncloa, fue desapareciendo mientras la modernización del país se realizaba a marchas forzadas, con cargo a los Fondos de Cohesión Europea, a las subvenciones de la Política Agraria Común y a los dictados del Banco Central Europeo.
El sueño de una sociedad de la abundancia se convertía en un férreo consenso político y social en torno al crecimiento económico y el desarrollo de las infraestructuras necesarias para formar parte del Mercado Común. Los fastos del ’92 dieron carta de soberanía a nuestra particular Gran Transformación, que en la segunda mitad de los años noventa se aceleró hasta puntos insospechados, abriendo un ciclo expansivo en base a la economía del ladrillo y al pelotazo inmobiliario. El hundimiento de aquel modelo se dio cuando las transformaciones sociales que había provocado empezaron a dar síntomas evidentes de degradación. Una sociedad de servicios, precarizada y en lo fundamental dependiente, con una masa de trabajadores indefinidos tanto en lo que supuestamente era su trabajo como en lo que significaba para el conjunto de la sociedad. Cuando la máquina de crecimiento urbanístico se atragantó con toda la mierda que había generado, era demasiado tarde para apelar a la conciencia política, y sólo cabía indignarse porque alguien hubiese parado la música para dar por finalizada la fiesta.
El horizonte político de la reivindicación se reducía a una defensa de las clases medias amenazadas y a la conservación de los servicios públicos como reducto de empleo estable. Para la gran masa de los inempleables, el camino pasaba por la migración o la reivindicación activa de una vuelta al modelo previo a 2008. Y en 2011, con más de diez millones de votos, se le entregó esa responsabilidad al PP. Pero no ha servido de nada. Podemos nace en ese escenario y propone una «reindustrialización» y un rescate de la patria de manos de sus captores, a los que un inexplicables síndrome de Estocolmo les otorgó una mayoría absoluta en el Parlamento que hasta hoy mantienen. Las características de ese proceso de cambio del sistema productivo, y de la redistribución de la riqueza que Podemos propone, pasan por el refuerzo del Estado, la nacionalización de algunas industrias estratégicas, la auditoria de la deuda pública para, eventualmente, no pagar una parte que se considera ilegítima y sostener los servicios públicos, y poco más. Las llamadas al crecimiento sostenible, el respeto al medio ambiente, la supresión de la energía nuclear o la prohibición de la extracción de gas esquisto (el proceso conocido como fraking), son brindis al sol dentro de un programa que propone reindustrializar el país, aunque se cuide mucho de no explicar qué sectores industriales serían objeto del relanzamiento. El proceso constituyente, al fin y al cabo, se convierte en una refundación del capitalismo sobre unas bases sociales arruinadas, un entorno natural devastado y unos movimientos sociales que ya no aspiran a la libertad porque las condiciones para el ejercicio de la misma han desaparecido bajo las mismas formas que hoy se quieren recuperar con un fin humanitario: repartir equitativamente la riqueza. Pero esa «riqueza» nunca ha sido más que la pírrica recompensa que unos pocos obtienen por el sometimiento al régimen industrial de la existencia de la mayoría.
De ese modo, el ascenso del llamado sentido común, que los líderes de Podemos no se cansan de invocar, significa, en la práctica, el repliegue hacia la defensa de un modo de vida indefendible, una vuelta de tuerca más en el encierro del trabajo asalariado y el consumo de un montón de banalidades. Las nuevas castas alternativas ya recorren, con ritmo digno de admiración, el camino hacia su institucionalización. Y en el proceso de construcción de lo que ellos llaman un discurso «hegemónico» lo primero que desaparece es la crítica radical a la cultura material sobre la que se sostienen las actuales formas de opresión. Por ello hay que tener claro el fondo de su propuesta: patria, trabajo, orden y movilización general hacia un horizonte redentor. Quienes nos hemos enfrentado siempre a este programa del Partido del Estado, conocemos bien qué tipo de energías del descontento explotan estos movimientos y qué compromisos debe asumir desde el inicio. Darles la bienvenida como un mal menor y apostar por lo «preferible» es asumir que formaremos también parte de lo «detestable». Y quienes no estén dispuestos a ello deberán afrontar los nuevos malos tiempos por venir y seguir presentando batalla en las peores condiciones imaginables.