Miradas cómplices de reencuentro. Confluencia de intereses comunes que emergen a la luz. Llega el día de la consigna y la fecha para salir del círculo. Por fin van a medirse. Necesitan su jarro de realidad. Saber de buena tinta si su palabra cala en las masas. Si las masas vibran como ellos al escuchar la palabra justa.
Se percibe un cierto brillo en sus ojos. Queda todavía media hora para el momento convenido, pero con indisimulada paciencia ya se acercan al umbral de la estación. Dan las seis de la mañana. Madrugada desapacible. La lluvia no cesa. Sábado anodino de finales de enero.
Suben al autobús, buscan sitio, acomodan sus todavía no perfectamente despiertos cuerpos y parten. Cuatrocientos kilómetros les separan de La Meca, el Sinaí y Roma. Al final de su ruta, en el kilómetro cero el profeta les aguarda para pronunciar lecciones de justicia. Esperan que el maestro les devuelva la ilusión de un ciclo perdido. Allá esperan desentrañar las claves para dar la vuelta a los tiempos y volver a la arcadia perdida. De aquellos tiempos no muy lejanos cuando de las fuentes fluían burbujas.
Doscientos kilómetros más cerca de su destino el autobús se detiene. El día ya está iluminado. Frío en vez de lluvia. Con cafeína energizante recargan sus baterías. Los siguientes kilómetros hasta el destino permiten distinguir entre iniciados y observadores. Entre crédulos e incrédulos. Entre los que sí pueden y los que aún dudan de su poder. Todos van juntos, pero no todos comparten círculo.
Alguien con estampitas redondas y prédicas evangélicas se desplaza de asiento en asiento. Hay tiempo para contar y audiencia cautiva a la que catequizar. La capital en la línea del horizonte emociona a más de uno. El fervor sube escalones. Los descreídos de mil batallas ajustan su cinturón para que este sea finalmente el encuentro con la verdadera fe. No quieren seguir desencantándose de más fes. Deciden entregarse a esta para arreglar el mundo, confían en que no tengan que archivarla entre las mil decepciones de predicadores anteriores. Esta es la que les devolverá a los tiempos de sólida economía.
Llegada y parking en el recinto universitario. La cita concertada con las congregaciones llegadas del norte es frente a la biblioteca nacional. Frío y sol hasta adentrarse en el metro. Por los túneles subterráneos, en tropel y atentos a sus guías, llegan a Colón. Una bandera tamaño imperio les saludo desde el centro de la plaza. La grandiosidad de la capital empequeñece su provincianismo. A la llegada al punto convenido la muchedumbre ya les aguarda. Alivio general. Somos muchos y muchas. Esto no va a ser un fracaso. Ya estamos más cerca de aquél añorado pasado de vino, rosas y dinero a espuertas.
En desbordada procesión van acercándose a Sol. Tarea difícil. Los ojos escanean cualquier tumulto para ver si le descubren. Precisan sabe dónde viene él. Un rebaño de hombres con petos amarillo chillón complementados por otros con cámaras que alzan sobre las cabezas son la señal. Viene él. Sí, es cierto, estamos cerca del profeta de la solución final. Le acompañan los suyos, su entorno conocido. Todos y todas pugnan por verlos de carne y hueso. No es igual que en la televisión. Apocado entre tanta corte de protectores, el profeta sonríe, levanta de vez en cuando un puño y saluda constantemente como si tuviera la necesidad de hacer un cumplido a cada fiel asistente. La manada que se conforma con los escogidos se abre paso entre la muchedumbre como si de una pequeña manifestación dentro de la gran marea desbordada se tratase. Nos aproximamos al gran estrado. Le hemos visto en persona y ya sabemos que es real. Sus palabras también serán reales y las esperanzas que aporte nos acercarán a aquél mundo feliz.
Deja un reguero de felicidad entre los que tienen la suerte de verle en carne y hueso. También entre los que sin llegar a distinguirle estuvieron cerca. Incluso entre los que simplemente se saben en la misma riada humana. Existe. Es, va con sus apóstoles, y me ha mirado, parecen articular todos y todas. No usa papamóvil, camina. Es normal, y además sabe el camino para llegar a la felicidad arrebatada.
El altar es de simple plástico con una oquedad para la ceremonia. Hablan los otros. Se comprometen: “Nosotros no os fallaremos” dicho cual promesa o a modo de contrato anti decepción. Recuerdan que estamos perseguidos. Nos persiguen, sí, pero por denunciar la verdad, por amenazarlos con que los vamos echar cual mercaderes de templo, por sacrílegos corruptos, por incompetentes, por robarnos los tiempo de abundancia, por eso nos odian, por eso nos hacen la vida imposible. Los teloneros preceden al líder, calientan su sol.
Se acerca al micrófono y con él el clímax de 400 kilómetros para llegar al punto cero para después arremeter otros tantos de vuelta a casa. Delante de la Dirección de Seguridad del Estado durante la dictadura franquista dispara su voz el profeta sin tan siquiera ubicar ese lugar de infausto nombre donde miles de lamentos de tortura todavía parecen adherirse a sus muros. Su voz se alza cuando el silencio se impone.
Hoy es una fecha histórica. Ténganla en cuenta para recordársela a sus nietos. Enumera gestas desde 1808 hasta el 15M y se las coloca, cual efímeras medallas a la muchedumbre que lo taladra con miradas fijas en su imagen. Imagen que graban en sus teléfonos y en sus retinas para posterior uso. Con aire de páginas amarillas el orador continua enumerando gremios y profesiones, autónomos, marginados y demás colectivos puteados por los que ahora mandan. A todos les reconoce su minuto de gloria. A todos promete la vuelta de la tortilla. La muchedumbre corea: Si se puede
Después de largo predicar, el evento tan esperado culmina con apoteosis final en forma de himno. Recuerda en parte al “Libertad, libertad sin ira libertad / guárdate tu miedo y tu ira / porque hay libertad, sin ira libertad / y si no la hay sin duda la habrá”. Una relativa liberación emocional con aire retro embarga a los presentes.
Los y las asistentes, ya al filo de las dos y media escuchan las llamadas del estómago con más fuerza que su regocijo. Con cierta parsimonia y paso apretado va diluyéndose la feligresía. Los locales a sus casas y los de provincias a la búsqueda de bares económicos en los que llenar sus desfallecidas hambres.
Toca volver. Con las mochilas llenas de buenas palabras, de nuevo al autobús. Cuatrocientos kilómetros aguardan para volver a la base. Mañana en los círculos compartirán su alegría. Dirán a cuanta persona quiera oírles, que el señor de sol, si ese, el que aparece en la televisión, les ha asegurado que va a retrocederles a los años de las vacas gordas. Que tiene una varita mágica que nos devolverá el maná y por los ríos de nuevo fluirá miel. Dice que si se puede volver a los tiempos en los que a nadie le importaba ni la política ni los corruptos, ya que la economía se movía viento en popa.
Éramos felices y alguien nos asegura que podemos volver a aquello.