
La primera vez que me encontré con él, ocurrió hace dos años. Aterrizó como si fuera un espectral pelícano de áurea sombra: la luz limón dorado de los focos le caía mientras recitaba algunos pasajes de su último libro. El teatro estaba tan abarrotado como silencioso. Eduardo era no un relatador, sino el relato aún abierto de un continente herido. Me dijo que ya no hacía libros políticos. Sin duda había perdido la consciencia. Sus libros habían cobrado una vida propia y emanaban de su más profundo interior aún la llama política de todos los aconteceres. Los diletantes, bienpensantes o los espúreos de la cultura pro – léanse Sabina y Serrat – gustaban de hacerse fotos, de aparentarse teniendo entre sus manos libros suyos. Quizá exhiban posturiles lamentos ante su ausencia, aunque ellos ausentaron de Eduardo Galeano lo que más rebelde había en el autor.
No se conoce a un artista de la síntesis que haya llegado hasta el umbral que alcanzó Galeano. El otro, Eduardo, era un poeta que con los años fue desprendiéndose de pliegos hasta alcanzar una prosa tan elemental como profunda. Ese era para mi el Galeano contrafigura de su mito, el profundo, casi cristalino, el que en una estrofa aunaba el dolor latinoamericano para dejarlo eterno en la mala conciencia occidental. En una pequeña parte de ese occiente, la de habla castellana, se reproduce el macabro y a la vez recurrente hábito de colocar en librerías y centros de consumo libros de recién difuntos. Es una decadencia que Galeano situaba en el escarnio que por el vil metal ya sufriera todo el continente allá en 1492. Lo más civilizado en occidente sería leer siempre a Galeano, y aprender de Eduardo.