Esta es la última crónica que escribió Ramón Lobo. Es la crónica de su propia muerte. O del resplandor final de su vida. No ofrece una lectura cómoda al lector. La muerte es un tabú, y el cáncer aún más. Es una introspección al duelo sin salvavida; el relato de un deterioro sin piedad, observado con una lucidez a trazos cariñosa y socarrona. Aún mucho más. Un baúl lleno de autores y libros que fueron los asideros de este periodista de guerras que ya no va a leer y regala a quienes le estamos leyendo. ¿Está dando Ramón Lobo una lección o prestando lo aprendido? Menciono el duelo, porque Ramón Lobo comienza la historia de su fin con el fin de la vida de su madre, Maud. Relata no solo su pérdida sino la agonía y las crudas circunstancias de su muerte en plena pandemia, con secuelas familiares entre detractores de vacunas afectados por el virus que acabarían contagiando a la madre mientras la cuidaban. ¿Es esta la historia catártica de las siempre dos Españas?
Ramón Lobo se despide de todos nosotros. No ahorra sopapos ni a condescendientes ni atemorizados. Para él no hay un más allá. Aunque quizá nos encontremos. Esta crónica, Pensión Lobo. Habitación 13 está publicada por Península. Contiene aleccionadoras recomendaciones. Por qué no plantearse la finitud de nuestra existencia mucho antes de la noticia de un posible final de la vida. Y empezar a vivirla por ejemplo a los veinte años. Y ¿Qué es vivir?
Ha elegido un momento de clarividencia vital. Tiene los pies descalzos. Los pájaros pían replicando el batir de las olas. Clava los pies en la arena refulgente con la parsimonia del que comulga con el tiempo y el instante. En los auriculares, Mihna galera de Manu Chao. Es la desembocadura del río número dos, al sur de Freetown, en Sierra Leona, frontera en la guerra de las manos cortadas. Ramón asciende en canoa el río. Una expedición de aves rodea la canoa en busca de alimento. Acaricia el agua mansa con la mano derecha mientras dos pescadores, padre e hijo, baten las redes con lenta cadencia. Se han detenido en medio de esa belleza para admirarla.
Pero hay otras: una nevada en Madrid recién llegado de Venezuela; un primer beso consentido en los labios a los diez años con una niña de su edad que se llamaba Carmen; una puesta de sol en el puerto de Mogán acompañado de un moribundo que había elegido la misma estampa; un viaje a Mafra, cuna del Memorial del convento de Saramago, un concierto de Lucio Dalle en Madrid cuando nadie en España le conocía. Su canción Piazza Grande quedó más tarde vinculada en sus viajes a Bosnia-Herzegovina, y una insuperable pasta con ragú junto a María y su hija Paula en Bolonia.
¿Qué quedará de las experiencias vividas en las guerras? Tal vez la sonrisa de un niño, la mano de un anciano en su mano, la vista del lago Kivu en medio de una tormenta, la tarde en la que llovieron ranas en Bunia, la mujer de Somalia de ochenta años que jamás tuvo una casa, siempre refugiada.
Sentencia: “uno se construye de pequeñas y grandes heridas, de la incapacidad de aprovechar lo que nos sucede para transformar cualquier desgracia en una lección”.
Escrito con una destreza prosística a la altura de su anterior y monumental reportaje-libro Todos Náufragos, también reeditado ahora por Península, Ramón Lobo recurre a una revisión socrática de todos los autores y obras que han hecho de él – rara avis – un buen periodista que escribe con altura literaria. F. R. Leavis en su ensayo sobre Lawrence entiende la literatura como el medio idóneo a través del cual “sufrimos una renovación de la vida sensual y sensorial y adquirimos una nueva conciencia”. Ramón Lobo nos recomienda a Joseph Brodsky y su Marca de Agua (Siruela, 2023), último viaje a la ciudad del agua, Venecia.
Pasar del estremecimiento de una sonata de Beethoven a la emanación de la canción The Rowan Tree de la película Living, adaptación de la extraordinaria Ikiru, de Kurosawa.
La muerte. ¿Cómo será el último beso, se pregunta, a sus gatos Nana y Morgan? ¿Habrá procesión de amigos desde el crematorio de La Almudena hasta el cementerio civil? ¿Qué será del olor de su casa? ¿Estará en la memoria de María – la mujer que vuela por estar a pie de tierra y ayudarle a cerrar círculos vitales – y Paula su hija?
El materialismo de Ramón Lobo es adialéctico. En este libro explica por qué sin pretenderlo. Esta crónica cumple el principio orwelliano – libertad de expresión es contarle a la gente lo que no quiere oír – de abrirle al lector una puerta, la muerte, que no quiere abrir. El autor se sienta en el diván de la propia muerte y esta le pregunta: ¿Qué es lo que te preocupa de mí?
Todo evanesce en esta autocrónica: el dogmatismo cartilaginoso sufrido por su generación; el miedo feroz a lo desconocido arrastrado desde y a pesar de Lucrecio.
Pensión Lobo. Habitación 13 es una crónica repleta de personajes por lo demás ausentes en la información sobre la salud: desde cirujanos, médicos, psicólogos, enfermeros, celadores que intentaron atajar los dos cánceres de Lobo y que le ayudaron a realizar su último tránsito. Esto tampoco es cierto. Porque los demás estamos empeñados en una especie de confederación de cerebros, de facilitar una especie de inmortalidad de Ramon Lobo, con un traspaso de su recuerdo, y desde aquí a otros cerebros y generaciones. Por eso este libro es al mismo tiempo doloroso pero aleccionador para nuestra conciencia. En las Facultades de la Comunicación y en los másteres de medios, debieran poner este libro como materia de necesaria lectura. Y para el resto de sus lectores, vale su último mensaje: el viaje mereció la pena. Y tanto. Porque continúa.
Pensión Lobo. Habitación 13. Ramón Lobo. Península, 2024. 238 páginas. 19,90 euros.