Recuerdo la vieja trocha que enlazaba la estación de metro con el barrio de Nyvky. Era mayo y la ciudad, contrariamente a lo que un extranjero que jamás había puesto un pie en aquellos lares podía pensar, refulgía como un Renoir en una mañana nacarada de cálidas fachadas pastel, solemnes edificios neoclásicos e incontables castaños y abedules. Recuerdo el olor de aquellos castaños al cruzar la frondosa vereda que tras bordear un pequeño lago, donde unas lanchas amarillas siempre se deslizaban al ritmo de los pedales de los novios, o de los niños, llevaba al bloque de pisos soviéticos donde tenía alquilada mi habitación. Hoy todo eso es historia. Recuerdos del pasado. Hoy, azarosamente, viendo la televisión; y digo azarosamente porque trato de proteger el cerebro lo máximo que puedo, el noticiero de turno muestra una semivacía Maidan Nezhalesnosti (plaza de la independencia). El miedo de la gente a la ocupación resulta casi palpable. Y a pesar de ello, ahí seguía presenciándolo todo, incólume, impertérrita, sobre su pedestal de mármol blanco, la Berehynia: la madre protectora de la naturaleza. Tal y como lo hacía años atrás, en aquella primavera calurosa cuando yo llegaba a Kiev por primera vez. Pero ahora, aquel soleado y concurrido centro de jóvenes parejas y paseantes que deambulaban al son de las boutiques y comercios que jalonan la calle Hreshiatik, emana un hálito frío y sombrío. Las imágenes a través de la televisión aparecen veladas a través de un filtro gris indeleble. Un hedor a muerte y desesperación se ha apoderado de la ciudad. Vuelven a asomar las sombras del telón de acero.
Hablo con Volodya, uno de mis amigos de aquellos días. Afortunadamente para él, encontró trabajo como traductor en México, donde se instaló hace años junto a su mujer. Sin embargo, su situación ahora es desesperante. Su madre y su hermano se encuentran aislados sin posibilidad de abandonar el barrio de Obolon. Algo similar a lo que les ocurre a sus suegros: con el puente destruido y sin apenas gasolina es difícil que puedan llegar a Ivano Frankivsk, desde donde sería más fácil cruzar a Polonia o Rumanía. El caso de mi otro compañero, Dima, es igualmente desalentador. Un misil balístico cayó cerca de la casa de sus tíos y desde que se enteró de la noticia, no ha logrado establecer de nuevo el contacto.
Dramas personales y familiares parecidos están al orden del día en Ucrania. Pero no solo en Ucrania. Del lado ruso, aquellos que manifiestan su oposición a la invasión son encarcelados de forma inmisericorde por la policía. Otro tanto ocurre con la población en general, que se ve advocada a soportar las consecuencias de las sanciones que Europa y EEUU imponen contra un autócrata, al que dicho sea de paso, las mismas apenas le afectan. La factura la paga el pueblo. Algunos podrían pensar que son merecidas puesto que fue la ciudadanía (al menos en teoría) la que le puso en el centro del poder. He conocido varios rusos a los que tras haberles preguntado cómo es posible que Putin siga como presidente, admiten la mayoría de acusaciones que generalmente se vierten contra él. Pero finalmente acaban justificándolo bajo el argumento de que es el único que defiende los intereses de Rusia. Sin embargo, aun con todo ello, la ciudadanía no es responsable de las acciones de un líder. Especialmente cuando estas no cuentan con el beneplácito ni el apoyo popular de la inmensa mayoría. Estamos entonces, ante un secuestro de la soberanía del pueblo. Este es uno de los problemas fundamentales que afecta a la mayoría de los gobiernos elegidos mediante el voto popular. Un cargo político como el de presidente o primer ministro, no es una carta blanca para poder actuar de forma ilimitada. Debe existir una sintonía constante con la ciudadanía que legitime de forma permanente cualquier decisión importante. ¿Existe mayor traición a la soberanía que emana del pueblo que disponer de forma autocrática del lanzamiento de cabezas nucleares? ¿Existe mayor desvinculación y desinterés por la sociedad que llegar a desencadenar un conflicto nuclear, a sabiendas de su opinión contraria, en favor de intereses propios? Desde ese momento, en el que se juega con la supervivencia de la sociedad, cualquier líder está deslegitimado. Ninguna persona ni camarilla debería tener a su alcance el acceso a las armas nucleares. Esta es una responsabilidad que, en último término y si acaso debe tomarse, solo puede recaer en la propia sociedad en su conjunto. Nadie más puede decidir sobre la vida de un pueblo. Y mucho menos en base a intereses territoriales y económicos propios. Hoy es Putin, pero mañana puede ser cualquier otro.
En el otro lado de la balanza tenemos a Zelensky, el tristemente célebre presidente ucraniano que ha saltado de la ficción de una serie cómica en la que, de profesor de historia pasaba a convertirse en presidente de Ucrania. Dicho guion se hizo realidad llegando a poner el nombre de la serie a su propio partido político: Servidor del Pueblo. A raíz del conflicto, no ha cesado de aparecer en los medios, urgiendo a la Unión Europea a su adhesión extraordinaria, tratando de que la OTAN tome cartas en el asunto. Desde luego, resulta legítimo y entendible el deseo de defender tu propio país ante una agresión externa. Pero dada la situación, ¿actúa impulsado por la injusticia y el honor de defensa de la patria, por mantenerse en el poder consciente de que ganar la guerra es la única posibilidad? ¿Por ambos motivos, quizás? La realidad es que armar a la población civil y pedir su participación en el conflicto de poco va a servir. Esta es una guerra contra un enemigo muy superior al cual no puede vencer. Es por ello que el envío de cargamentos de armas y municiones por parte del gobierno español supone más un gesto de solidaridad que una ayuda eficiente. Y puestos a hablar de solidaridad, ¿no resultaría más efectivo el destino de todo ese presupuesto en ayudas a los países fronterizos como Polonia y Rumanía, de cara a la acogida de los refugiados? Desafortunadamente, proporcionar balas a la resistencia es alargar un conflicto que terminará de igual manera. Pero con un coste mayor en vidas humanas. La mejor opción para poner fin al conflicto es que esas conversaciones diplomáticas fructifiquen en la firma de la paz. Dada su posición, Ucrania se verá obligada con toda seguridad a realizar mayores concesiones de cara al acuerdo. Si esta vía falla, aunque suene duro decirlo, porque en realidad se trata de una agresión y una ignonimia, lo mejor para el pueblo ucraniano es que la ocupación termine cuanto antes. Ucrania no puede vencer a Putin en estos momentos. Ni siquiera occidente puede, como ha quedado visto ante el riesgo de una escalada nuclear. Y mientras, Estados Unidos sigue con su retórica de agresiones militares, democracia y libertad de los pueblos. A sabiendas de que es el único actor que apenas sale perjudicado; se refuerza la figura de la OTAN, la subida de muchas materias primas como los cereales puede suponer un impulso a sus exportaciones. No corre la misma suerte para los europeos, destinados a pagar la mayor parte de la factura. La subida de los carburantes, el gas, la energía y el precio de los alimentos; muchos de primera necesidad. A todo ello se suma la llegada de los refugiados y un conflicto armado en sus mismas fronteras. Y para colmo, la Unión Europea trata a sus ciudadanos como si fueran estúpidos al imponer la censura a los medios de comunicación rusos. Con este mensaje, propio de regímenes autoritarios, se muestra la falta de confianza ante la capacidad pensante de la ciudadanía; de valorar y juzgar las noticias que llegan de Rusia. A la vez, se deja claro que su deseo es que se escuche su voz como la única y válida.
Putin no puede ser vencido y eso lo sabe. Ha logrado su meta de hacer de la cara de Zelensky el objetivo más buscado por los mercenarios y militares. Pero lo que también debe saber es que toda moneda tiene dos caras. Y el odio que se ha granjeado a consecuencia de la guerra, no solo fuera de Rusia, sino también dentro su propio país le convierte en la cruz de dicha moneda. Al presidente ruso solo hay un arma que le pueda vencer: el propio pueblo ruso. Son ellos los que lo tienen que deponer en las urnas. Sus ambiciones han causado demasiado daño a la ciudadanía. Y eso es algo que a nadie le sale gratis.
Apago la televisión. Mañana será otro día. Estoy seguro de que Kiev volverá a ver esos días resplandecientes que tanto aman sus habitantes. Para pasear a la ribera del Dnieper, detenerse en el Mostik Vliublionnyh (puente de los enamorados) o perderse secretamente a la sombra de sus innumerables castaños y abedules.