
La muerte y los obituarios hacen con quien fallece lo que la guerra con la verdad. La muerte del icono cinematográfico Robert Redford agita en quienes rondamos, o más, los cincuenta, un argé de imputs culturales en los que Redford estuvo implicado bien como actor, productor o director. La industria cultural de masas, y Hollywood como motor importantísimo de esta, alienta al mismo tiempo la cauterización mental del entretenimiento y vanagloria el status quo. Pero también, imprevisiblemente, la subversión casual de sus pilares simbólicos. Podemos tomar una parte pequeña pero considerable de películas en las que participó Robert Redford. Dos hombres y un destino, Las aventuras de Jeremiah Johnson, El candidato, Los tres días del cóndor, Todos los hombres del presidente, Brubaker, y Gente Corriente. Todos estos films, además de narrar buenas historias, ponen al descubierto la fragilidad del individuo frente al poder que tiende al abuso – Los tes días del cóndor, Todos los hombres del presidente, El Candidato, y especialmente Brubaker –. Algunas plantean experiencias de vida interiore al margen de las reglamentadas en la sociedad – Dos hombres y un destino, Las aventuras de Jeremiah Johnson, El río de la vida – o indagan en los elementos tóxicos del núcleo familiar de clase media – Gente corriente –.
Si bien sus películas en los últimos decenios perdieron esa sutil mirada y agudeza inquisitiva, no dejaron de plantear dilemas como la honestidad en el entretenimiento y la comunicación – Quiz Show. El dilema y La Verdad– o la redención y la compasión – El hombre que susurraba a los caballos –.
El mérito de Robert Redford es haber trascendido al actor para convertirse en un artista que además hacia las veces de crítico promotor cultural en los márgenes del establishment. La promoción de un pequeño imperio de la producción y distribución, el festival de Sundance, afianzó al Redford empresario por encima de todos los demás Redfords que ya iban cogiendo años. Con Sundance, Redford solucionaba su difícil relación con Hollywood como productor y director, es decir, producir buenas historias que tuvieran un trasfondo someramente político.
Redford no tuvo un talante político que otros actores sí tuvieron y por el que pagaron bajo los años de los presidentes Nixon o Reagan – Paul Newman o Ed Asner, por ejemplo –. Su mirada como director es la de la burguesía media o baja más preocupada por cuestiones morales que de clase. No hay atisbos de radicalidad, aunque esa sutilidad tan mesurada haya sido considerada radical – porque quizá lo fue -en la industria del entretenimiento de masas en Estados Unidos. Y este sí es un mérito que es preciso reconocer. Para millones de personas, los personajes, las tramas o el tema de las películas de Redford han marcado valores simbólicos que se han incorporado a su manera de pensar y valorar el mundo. Y si esta es la tarea del artista, Robert Redford subió del escalafón de la interpretación – correcta y elegante en su caso – a la del creador artístico en la cultura de masas y mito cultural.



