«Españoles. Querida nación. Como ministro de justicia que soy a vuestro servicio, sea cual sea vuestra procedencia, vuestra decencia y vuestra ciencia, soy consciente, al igual que vosotros, de los momentos de especial sacrificio a los que nuestro querido país se enfrenta. En todos los ámbitos de nuestra valerosa nación se reclama la valentía para afrontar con altura de miras el reto de nuestros tiempos. Reto que exige a su vez audaces decisiones en todas nuestras bienaventuradas y sagradas instituciones: desde el gobierno, la administración y la nunca suficientemente alabada Casa Real. El dicho aquel de que a grandes males, grandes decisiones cobra ahora, entre nosotros, españoles todos, especial significancia. Considero con toda humildad que como ministro de justicia mi cometido puede darse por realizado: hoy los españoles vivientes y los españoles en vías de serlo, incluso los españoles que viven más como zombis vivientes, gozan todos ellos sin excepción, con las reformas por mí propuestas, de iguales derechos; la reforma en la justicia que concluyo con inusitada premura conocida como el tasazo para todo vecino equilibrará la mesura en demandas, separaciones, divorcios.
Pero he de anunciaros que aquí no acaba mi compromiso con este gran país que es España. podría acomodarme en el populismo del trabajo bien hecho como ministro. Pero, queridos españoles que depositais en silencio y sin estridencia vuestra cotidiana fe en este gobierno, sabeis que las decisiones fáciles no van con vuestro ministro de justicia. No debo en estos momentos que exigen todo el esfuerzo consolarme con el trabajo bien hecho en mi ministerio. Y es, para mí, como electo que soy, un deber arrimar el hombro y poner mi esfuerzo y amor por el país allá donde se precise: desde una cabaña de latón en la sierra de Guadalix hasta el despacho de más alta responsabilidad de nuestro país.
No nos es agradable reconocer que las más grandes instituciones de este país atraviesan tiempos difíciles. Necesitan de toda la ayuda que como españoles podamos ofrecer. De toda la ayuda que como electo yo también pueda ofrecer. Yo proclamo, aquí ante, vosotros conciudadanos, que tenemos un deber para salvaguardar la institución que ha cobrado una especial factura: la noble corona española.
Españoles, quiero comunicaros, que, en un esfuerzo que asumo con dedicación y absoluta entrega, me encomiendo a vosotros como próximo monarca. Aquí tengo la corona que sobre mi cabeza engarzo. Excusadme que lo haga como Napoléon, un extrangero, tan ajeno a nuestra tradición. Pwero con este santo crucifijo y fijo con la mirada altiva al horizonte feliz que seguro nos aguarda, nos enjuagaremos las lágrimas que hoy nos brotan y que se convertirán en sonrisas gratificantes. Que Dios os vendiga, mis amados súbditos y hermanos en España».