En la lluviosa tarde del 14 de octubre, un frenético tsunami de noticias se coló en el comienzo del otoño en España. Se estaban cayendo algo más que las hojas de los árboles, y la realidad se ha convertido en equinoccio de cadenas y barrotes. La noticia de la sentencia del Tribunal supremo condenando a más de 99 años de cárcel a los electos que promovieron una consulta en Catalunya no estaba ahí. No estaba en la dura sentencia, ni en los reos que ya llevaban dos años en prisión. La noticia tampoco estaba en los bastonazos, balazos y cargas de los Mossos y la policía contra miles y miles de manifestantes catalanes salidos a la calle como aquel uno de octubre de 2017. Esa tarde la noticia es el túnel del tiempo en que se ha convertido España. La sentencia del tribunal supremo, a fuerza de incurrir en contradicciones, es una razón de fuerza, carente de la fuerza de la razón que afirma castigar la sedición de los electos, cuando en realidad ajusticia y escarmienta el atrevimiento independentista.
Choca de entrada la ausencia de prueba como prueba de cargo. El Tribunal admite “la absoluta insuficiencia del conjunto de actos para imponer la independencia y la derogación de la Constitución” que supuso la consulta del 1 de octubre de 2017. Acto seguido detalla que “bastó la intervención del TC para anular los instrumentos jurídicos y una página del BOE ―la que publicó el 155― y la conjura se abortó”.
Admite el alto tribunal que, en contra de lo que sostenía la fiscalía, no existió rebelión ni ataque al orden constitucional. Pero llena el vagón de la sedición con las pruebas inexistentes de la rebelión.
“Los contornos del delito de sedición –otra cosa sería probablemente la violencia que caracteriza a la rebelión– quedan cubiertos cuando del simple requerimiento a quienes permanecían aglomerados y compactados se pasa al necesario intento de anular su oposición. También cuando los agentes tienen que claudicar y desistir de cumplir la orden judicial de que son portadores ante la constatada actitud de rebeldía y oposición a su ejecución por un conglomerado de personas en clara superioridad numérica. A este formato responden los casos más numerosos, a la vista de que en casi todos los colegios se personaron los agentes de los Mossos d´Esquadra. Igual significación penal hay que atribuir al anuncio por los congregados de una determinada actitud de oposición a posibilitar su actuación, incluso mediante fórmulas de resistencia –si se quiere, resistencia noviolenta por acoger la terminología de la prueba pericial propuesta por D. Jordi Cuixart–. Esa negativa, en ese escenario, aunque no se diese un paso más, es por sí sola apta e idónea para colmar las exigencias típicas del delito de sedición.
Sedición sería la mera oposición civil, aún pacífica o pasiva temporal ante los cuerpos de seguridad que ejecutan una resolución judicial. El razonamiento parece ad hoc. En los múltiples casos de protestas ante desahucios, por ejemplo, ningún fiscal ha invocado el delito de sedición para referirse al de desobediencia. Y el alto tribunal concluye, añadiendo más cosecha al nuevo concepto de sedición:
“El derecho a la protesta no puede mutar en un exótico derecho al impedimento físico a los agentes de la autoridad a dar cumplimiento a un mandato judicial, y a hacerlo de una forma generalizada en toda la extensión de una comunidad autónoma en la que por un día queda suspendida la ejecución de una orden judicial. Una oposición puntual y singularizada excluiría algunos ingredientes que quizás podrían derivarnos a otras tipicidades. Pero ante ese levantamiento multitudinario, generalizado y proyectado de forma estratégica, no es posible eludir la tipicidad de la sedición. La autoridad del poder judicial quedó en suspenso sustituida por la propia voluntad –el referéndum se ha de celebrar– de los convocantes y de quienes secundaban la convocatoria, voluntad impuesta por la fuerza”.
Las tertulias noctámbulas alababan el sentido y la a sus ojos mesura de la sentencia. En realidad, solo un líder español ha sabido darle a la sentencia el verdadero valor y fuste de la misma. Fue Pablo Casado, líder de la derecha, quien aseguró “En España, quien la hace, la paga”. La traducción es que quien se subleva contra la unidad de España, va a galeras. La inteligentsia bien pensante saluda la sentencia en lo que de status quo tiene. Pero en aras de una supuesta defensa del derecho del estado, subvierte el estado de derecho en el que la disidencia es ya tipificada como sedición, y con ella encerradas todas las formas de expresión y oposición no violentas.