Los militares se ponen a correr de aquí para allá, preocupados, uno de ellos informa a alguien por teléfono, el jefe se acerca a la directora, la coge con firmeza del brazo, la lleve a aparte y le habla con tono frío. Pasha capta fragmentos de la conversación: el militar no parece estar pidiéndole a la directora su autorización, antes le impone condiciones. “no – dice el militar –, no se puede, no se puede ir a otro sitio, tiene que ser aquí, somos nosotros los que os protegemos, al fin y al cabo, llame donde quiera, incluso a Kiiv si hace falta”. La directora se encoge dentro de su traje negro de etiqueta, su cara se vuelve gris, lo cual al instante la hace parecer más vieja. Quiere contradecir al militar, pero no se atreve. Se vuelve hacia Pasha como si quisiera pedirle apoyo, mientras que el militar, así pasar junto a él, le da una palmada en el hombre que sacude las partículas de tiza que manchan su americana.
Luego llega una furgoneta UAZ, apodada “píldora”, de color marrón, como el de una pastilla deshecha de jabón para lavar ropa, de la que comienzan a bajar heridos. Los militares los cargan a las espaldas como si fueran sacos de mercancías: al parecer, no tienen camillas. Luego, suben con dificultad los escalones y caminan por el pasillo vacío en el que sus pasos resuenan con fuerza. Giran a la derecha y abren de un puntapié, con sus botas manchas de barro, la puerta del aula donde se imparten clase de Lengua Ucraniana. Es decir, del aula donde Pasha enseña a sus alumnos. Depositan a los heridos directamente en el suelo, entre los pupitres. Pasha entra corriendo detrás de ellos y acto seguido anuncia a la clase que pueden marcharse a casa. Los alumnos pasan asustados, por encima de la sangre fresca, se congregan en el pasillo, indecisos. Pasa sale al pasillo y dispersa a la clase agritos: “A casa! – les grita – ¡A casa! No tenéis nada que hacer aquí”. Les grita en ruso, como siempre lo hace en el patio, fuera de la clase. Luego entreabre con timidez la puerta la puerta. El aula huele a roña y sangre, a nieve y tierra. Los combatientes introducen en el aula mantas y algunas prendas de abrigo, mueven los pupitres, acomodan a los heridos en los rincones.
Entra un combatiente que carga una ametralladora al hombro son quitarse el cigarrillo de la boca. Tiene el pelo negro y los ojos oscuros, quizá por eso su mirada parece irradiar desconfianza; el polvo le ha penetrado en las arrugas del rostro: caras como aquella, Pasha solo se las había visto a los mineros que salían del pozo. El combatiente observa inexpresivo a los heridos, se da cuenta de la presencia de pasa, lo saluda con una inclinación de cabeza, le habla con un acento del Cáucaso. Aunque se hace un lío entre ruso y ucraniano, se esfuerza por hablar amigablemente, como si de verdad le importara que Pasha se fiara de él. Algunas palabras que dice en ruso, enseguida las traduce al ucraniano, se esmera por hablar correctamente, como si estuviese en un examen. “Vale – dice – no tengas miedo, profesor, no entregaremos tu colegio, lo defenderemos – añade –. Podrás seguir enseñando a los críos.
– ¿Y estos quiénes son? – Señala el hombre con la cabeza los retratos que cuelgan de las paredes.
– Poetas – contesta Pasha, inseguro
– ¿Son buenos? – duda el de la ametralladora.
– Están muertos – dice Pasha curándose en salud
– Correcto – ríe el otro –. Poeta bueno, poeta muerto.
Abre la ventana con cuidado y coloca la ametralladora sobre el alfeizar. Como si fuera a probarla. Pasha recoge las libretas del escritorio, las mete en la mochila y cuando está por salir, fija la mirada en el herido que acomodaron junto al radiador recién pintado: yace de cara a la pared, envuelto en dos mantas lanudas, con manchas de sangre reseca, cubierto con un saco de dormir viejo y gastado. Únicamente se le ve el pelo, mucho tiempo sin lavar, y el cuello, sin rasurar también hace mucho tiempo ya. La manga de su guerrera está cortada a lo largo del brazo para poder curarle la herida: entre las vendas asoma la piel mugrienta, con numerosos cortes pequeños; el saco de dormir no llega a cubrirle la mano izquierda. Parece un pasajero de coche cama que al amanecer soma la mano de debajo de la manta, que le ciñe el cuerpo quieto y somnoliento, marcando la curva de las rodillas y el hueco del vientre, lo mismo que el santo sudario reproduce la forma del cuerpo de Cristo. La desnudez de un maltrecho cuerpo masculino destaca entre los bártulos y ropas de abrigo tiradas desordenadamente en las literas contiguas del compartimento. Pasha piensa que aquella mano flaca y desnuda, cubierta con pelillos ralos, se ve igualmente fuera de lugar ahí, sobre las tablas del suelo del aula repintadas durante las vacaciones del verano, con pupitres y la pizarra al costado. Y de repente contempla cómo la mano se aferra al saco de dormir, se aferra con el miedo a soltarlo, como si el saco fuese el último lazo que la uniera a la vida. Durante un instante Pasha se queda sin poder dejar de mirar los dedos largos y negros, con cortes y magulladuras, de color azul gasóleo, cuando de pronto el viento fresco del invierno irrumpe desde la calle y empuja bruscamente la ventana que el hombre de la ametralladora consigue sujetar. Solo entonces Pasha se repone y sale aprisa del aula yendo a parar a los brazos de la directora
– Pável Ivánovich, Pável Ivánovich – lloriquea ella agarrándolo del brazo – ¿Cómo es eso? Dígales que se vayan
“Hasta sus lágrimas son falsas – se le ocurre de pronto a Pasha –. No sabe siquiera llorar – piensa –, sencillamente no sabe cómo se hace. Y reír tampoco sabe”.
– ¡Dígales! –sigue ella tratándole de usted como si se dirigiese a un revisor de tranvía –. Dígales que se vayan.
De acuerdo, de acuerdo – intenta tranquilizarla –. Se lo voy a decir
La acompaña a su despacho, la ayuda a sentarse, sale, cierra tras de sí la puerta. Se queda un rato al lado de la puerta escuchando cómo la directora, instantes después de calmarse y dejar de lloriquear, telefonea a alguien para armarle un escándalo.
– Yo paso – susurra Pasha y marcha a casa.
Los militares están apostados es la escalinata, fumando. Cada vez que van a entrar en el colegio, se pasan con esmero un trapo limpio por las botas. Las manchas de sangre cuesta limpiarlas. Pero al final se dejan quitar.
Para saber más
La voz de Serhiy Zhadan rescata las esquirlas de la atrocidad que vive Ucrania desde marzo de 2022. La novela Orfanato, traducida por Andrei Kozinets y publicada por Galaxia Gutenberg, nos acerca a la crónica que no se ha contado aún sobre la invadida y golpeada Ucrania. Pasha, un profesor de literatura en una escuela, ha de ir en busca de su sobrino de trece años que ha quedado atrapado en un orfanato al otro lado del frente de guerra. En su viaje, Pasha vive la desfiguración de la realidad al atravesar zonas de combate, fronteras en manos del invasor con el que ha de encontrarse inexorablemente. La vida cotidiana se ha tornado grotesca e irreconocible, macabra y expirante. Y con ella, la vida interior de Pasha que en su viaje en busca de su sobrino Shasha también bucea en su interior: qué partido tomar frente a sí mismo. La prosa de Zhadan es luminosa y poética. La novela hace las veces de crónica onírica y descarnada aportando literariamente la realidad que las crónicas de los medios excluyen o no captan: el olor a quemazón como si hubieran pasado mucho tiempo junto a hogueras de las personas que llevan huyendo días desde el sur; el muelle que constriñe el pecho de los perseguidos, que son todos porque la barbarie de los invasores les persigue a todos.
Los personajes se bifurcan en un imposible presente y futuro que han perdido toda referencia: el presente es Pasha, y el futuro es el joven sobrino. El tiempo presente es una distopía cruel que se proyecta sobre ese futuro, y el pasado es solo la antesala borrosa del camino que recorre Pasha en busca de un sentido que no se puede llamar paz, porque tiene más de huida, de una supervivencia absurda en pos del rescate de su sobrino. Orfanato exhala una reivindicación humana, un agrio básma literario contra el cinismo y la indiferencia de la realidad, lo que la convierte en una obra de referencia de la literatura ucraniana y moderna.
Orfanato. Serhiy Zhadan. Galaxia Gutenberg, 2022. 319 páginas. 22,50 euros.