Este lúcido panfleto de Juanma Agulles, La vida administrada, publicado por la editorial Virus, no es un manual de navegación sino más bien un diario de un naufrago. Aunque los náufragos somos todos nosotros a bordo de un barco llamado progreso que al igual que el Pequod que comandaba el empecinado capitán Ahab busca su ballena blanca que no es más que una ilusión fatal. Buscando un objetivo delirante, un Bienestar posible, las tempestades han maltrecho de tal manera el navío que sus tripulantes se debaten en apuntalar las grietas colaborando así en perpetuar un rumbo sin esperanza.
¿Sin esperanza? ¿La tormenta es la crisis que vivimos o la crisis una más de las tormentas? Resalta Juanma Agulles que desde las izquierdas la crítica al neoliberalismo da a entender que hubo a mediados de los 80 una pérdida de la capacidad de los Estados sobre la economía y que esta es la causa de la crisis de las sociedades industrializadas actual. Por el contrario, el Estado ha sido y es fundamental en apuntalar las condiciones de la dominación presente. Los anti neoliberales lanzan un mensaje implícito y encadenado: es imposible una sociedad sin Estado.
Mientras vivamos intentando desobedecer lo que el Estado manda, será necesario señalar la falsedad de un argumento que propone el Estado de Bienestar como punto de partida y llegada de cualquier evolución de la sociedad.
Además, en el fondo, los críticos del neoliberalismo proponen dejar las decisiones en manos de quienes detentan el conocimiento exacto de las leyes económicas que en su opinión determinan la totalidad de la vida social, dando por hecho que debe haber siempre administradores y administrados. Aunque a veces, y en nuestros tiempos así ocurre, los administrados se ponen en manos de los administradores como un mal menor para este tiempo catastrófico y crepuscular que afronta la sociedad industrial.
El colapso está frente a nosotros, aunque puede que haya pasado y no nos hayamos dado cuenta y vivamos en el haz de luz sobrante de su cometa. El progreso no puede ofrecer no ya más, sino siquiera la décima parte de lo que vomitaba de su inmensa tripa hace cuatro décadas. En esto coinciden cada vez más expertos reticentes de las más variadas «tendencias».
La salida tecnológica
Podría afirmarse que la culminación tecnológica no ha proporcionado mayor libertad, autonomía y democracia, sino que solo ha podido tener lugar mediante la supresión de estas tres. Esa supresión no sería una consecuencia del desarrollo tecnológico, sino que este ha dado valores nuevos a los conceptos de libertad, autonomía y democracia. Esos valores hoy son la post libertad, la post autonomía y post democracia.
Los progresistas afirman que el Estado y la tecnología constituyen un proceso natural y positivo de evolución social, pero ambos acaban combatiendo aquellas formas que se oponen a su rígido imaginario.
Deja de tener sentido oponerse a la artificialización, a la técnica, o a la civilización en sí mismos – lo que siempre sería absurdo – y entramos de lleno en el cuestionamiento de las formas sociales que adopta la construcción de nuestro mundo artificial.
Ese mundo artificial sería el de una civilización que ya solo da vueltas sobre sí misma, en el que solo hay un afinamiento de su burocracia y la administración total. Esta es la culminación de una vida administrada sostenida en la invasión de la tecnología en todas las esferas de la vida de las personas.
Pero, afinemos el rumbo de la crítica que propone Agulles. La tecnología no crea la explotación ni nos libera de ella. Crea sus propias formas de opresión y determina con autocomplaciencia aquello que pervivirá y aquello que está condenado a desaparecer, inclusive el ser humano. A pesar de ello, su dominio sobre el mundo social nunca es total.
En la medida en que el Estado y la tecnología se convierten en entidades que pretenden determinar la totalidad de nuestra existencia, se convierten en ámbitos de destrucción de otras formas de vida.
No se trata de sublevarnos contra todo aquello que nos da la sociedad industrial, sino de hacerlo frente a su salvación, el bien estar que confunde con cantidad de objetos a nuestros alrededor, el “nivel de vida”, sobornando así nuestra conciencia. La tecnología haría las veces de alucinaciones en mitad del océano haciendo vislumbrar islas al modo de oasis en el desierto.
Cada vez que cedemos una parcela de libertad con el fin de obtener algún tipo de seguridad, de bienestar o desarrollo, damos un paso más en la consolidación de la servidumbre contemporánea.
Pero desobedecer los mandatos del Progreso significa para Agulles, y aquí está el nudo gordiano, desobedecer también la orden de rebelarse que a menudo se presenta como de “emergencia” por motivos económicos, ecológicos o humanitarios. Puede parecer una provocación, o una renuncia a la revolución. Para Agulles hay que pensarse muy bien de qué revolución estamos hablando cuando hablamos de revolución.
La revolución
Las revoluciones han acabado por significar más producción, quizá mejor reparto de los bienes y las rentas, un dominio obrero del desarrollo tecnológico y subsidios estatales. Parecen haber tratado simple y llanamente de lo que Lewis Mumford definió como el mal de casi todas las utopías: la integración, aunque más equitativa, en el mundo de la máquina. Hasta podría decirse, como lo hace Agulles, y lo rubrica Seidman en su Los obreros contra el trabajo que en aquellos lugares donde se instauró una “sociedad revolucionaria” – léase Barcelona bajo el gobierno de las organizaciones anarcosindicalistas – esta hizo más por el progreso de la burocracia acelerada que por la libertad humana.
De hecho, la misma idea De Revolución tal como ha llegado a nosotros, debe mucho más al Estado y la tecnología en la concepción de sus metas, sus formas y sus aspiraciones que a ningún teórico o líder revolucionario del pasado.
Ha quedado de la tradición revolucionaria una falsa sensación de que solo el desarrollo económico y el aumento de bienestar material pueden llegar a ser los objetivos lícitos de cualquier revolución política.Todo parece indicar que mientras no salgamos del encierro industrial, la idea de revolución seguirá transitando por la vía muerta del progreso incidiendo lánguidamnete en el colapso de la civilización contemporánea.
Las revoluciones hicieron más confortable ese encierro industrial y ayudaron así a su consolidación. Las fuerzas revolucionarias son hoy la técnica y la ciencia aplicada que prometen la salvación frente a las zozobras de nuestra era. Es así que han aparecido una ralea de tecnócratas y expertos en las más diversas materias en ayuntamientos, diputaciones, gobiernos: expertos en “mantenimiento urbano”, “sostenibilidad económica” o en planes estratégicos y su “impacto” – ya es significativa la palabra – medioambiental.
Frente a todo ello, es preciso construir lazos comunes. Aspirar a no tener más ni mejor. La tripulación que somos del barco en el que vamos a ninguna parte en pos de la ballena blanca nos hemos acostumbrado a la serie de tormentas que nos acechan y que exigen de nosotros toda la destreza para mantenernos a flote, sin cuestionar así el rumbo y el presente. De ahí que las llamadas de emergencia como los anteriores ensayos de Agulles y otros publicados por la editorial El Salmón «tengan una resonancia particular y no propicien más que el encuadramiento de la tripulación, que se preparar para cruzar otra tempestad”. Pero la llamada en este librito es un claro de luz.