Recuerdo la vieja trocha que enlazaba la estación de metro con el barrio de Nyvky. Era mayo y la ciudad, contrariamente a lo que un extranjero que jamás había puesto un pie en aquellos lares podía pensar, refulgía como un Renoir en una mañana nacarada de cálidas fachadas pastel, solemnes edificios neoclásicos e incontables castaños