Al inicio de Arte y técnica Lewis Mumford señala que en la tradición China se solía desear a los enemigos que les tocase vivir «tiempos interesantes». Era una forma de condenarlos a la turbulencia, los cambios violentos y el desequilibrio.
Corrían los años cincuenta del siglo XX, y Mumford afirmaba ante el auditorio de sus conferencias que, sin duda, los tiempos que les había tocado vivir eran «tiempos interesantes». Con ello se refería a que los procesos de mecanización habían acumulado una gran cantidad de medios materiales de existencia, y sin embargo, esa acumulación no había propiciado la liberación del tiempo y de las tareas agotadoras en el trabajo humano, ni había vuelto a las personas hacia intereses más sensibles, ni propiciado un desarrollo cualitativo de las inquietudes artísticas o las capacidades espirituales. Al contrario, el ascenso de la mecanización, según Mumford, daba lugar a una reducción inédita de las capacidades humanas para crear y modificar sus condiciones de existencia, extendiendo al mismo tiempo la escasez y la hambruna, las guerras y el culto a los regímenes totalitarios.
Para aquella temprana fecha de 1951, Mumford ya advertía que el proceso de mecanización había relegado a las personas a ser meras sombras de las máquinas que, a partir de determinado momento de la historia, asumieron el papel de asegurar el sustento de los seres humanos, abocándolos a la dependencia y a la pérdida de sentido de su existencia. Estas «pesadillas deshumanizadas» de la técnica, habían ido arrinconando la capacidad de crear símbolos que el animal humano desarrolló durante siglos. Equipadas con multitud de prótesis mecánicas, las personas de la era tecnológica ―que entonces todavía estaba despegando― se habían convertido en «dioses por sus capacidades técnicas y en demonios por sus concepciones morales». Para Mumford, el falso ideal del perfeccionamiento técnico llevaba a muchas de esas personas a tratar de competir con los productos de la máquina. Y para ello debían dejar su personalidad en un segundo plano, reducida a su mínima expresión, hasta confundirse con el paisaje de fondo de múltiples artefactos y productos debidos al desarrollo de la mecanización. Lo paradójico del caso era que esa mecanización había tenido lugar durante dos siglos justificada en la búsqueda del progreso y la libertad, para acabar condenándonos a un modo de vida fatalmente desequilibrado, donde el culto a la automatización terminó por situarse en el centro de las preocupaciones humanas.
A juicio de Mumford, el arte en la era de la máquina no había podido ofrecer un contrapeso al proceso de deshumanización. Hasta en sus mejores representantes, las obras de arte proclamaban esa «muerte de la personalidad humana», sujeta a la violencia y el nihilismo característicos del proceso de modernización. Muchas de estas obras, aún reconociéndoles su capacidad expresiva, eran «síntomas de esta profunda abdicación individual».
El desarrollo técnico, vuelto hacia el exterior, con el afán de obtener cada vez mayores cantidades de bienes de consumo, había empobrecido la vida interior del ser humano. Así, el progreso exterior y la regresión interior que lo acompañaba, reducían la espontaneidad humana a los actos criminales y el proceso de creación a la pura destrucción. En esas condiciones, la civilización ―decía a su auditorio― no tardaría en encontrar un límite crítico:
Al igual que el maquinista borracho de un tren aerodinámico surcando la noche a cien millas por hora, hemos estado pasando por delante de las señales de peligro sin darnos cuenta de que nuestra velocidad, que se debe a nuestra capacidad mecánica, no hace más que incrementar el peligro y hacer más fatal el choque.
El precio del progreso mecánico es que el ser humano abandone el núcleo fundamental de su existencia, y lanzado a toda velocidad por la vía de la automatización pierda de vista esas señales de peligro. A mayor grado de organización técnica más insignificante se vuelve la vida de una sola persona, y al no encontrar en su interior sentido para su propia existencia es dudoso que lo encuentre para juzgar sus actos en el mundo exterior, por lo que exigirá cada vez mayores grados de competencia técnica que le eximan de realizar esos juicios. Este círculo infernal de la pérdida de sensibilidad había llegado a un límite alarmante, según Mumford, en las sociedades industrializadas tras la II Guerra Mundial. Sólo una revisión crítica de todas las instituciones humanas podría producir un cambio de rumbo en la civilización. Mumford aún albergaba la esperanza de que la situación se reequilibrase. Para ello era necesario que la relación del ser humano con la máquina fuese simbiótica, y eso significaba que debía «estar dispuesto a disolver esa asociación e incluso prescindir temporalmente de sus ventajas prácticas en cuanto amenaza su autonomía o su desarrollo ulterior». Hacia los años setenta, cuando publicó El pentágono del poder, aquellas esperanzas prácticamente se habían truncado.
Nuestros tiempos son mucho más «interesantes». La culminación de la sociedad tecnológica parece haber agotado los intentos por frenar el proceso de automatización. Precisamente porque aquel mundo interior que Mumford reservaba para el arte ha sido colonizado por la imaginería tecnológica, a tal punto que se ha solidificado en una nueva fe inquebrantable. Mientras esperábamos ese deseado cambio de rumbo de la civilización, el desarrollo de las fuerzas destructivas que la llamada «producción de bienes» desató, ha sumido en la desmoralización al mundo entero. De modo que aquellos dispuestos a renunciar a «las ventajas prácticas» para salvaguardar su autonomía han quedado casi reducidos a la condición de una secta herética dentro de la mayoritaria religión tecnófila.
Releer las advertencias de Mumford, más de medio siglo después de ser escritas, produce cierto desasosiego e incomodidad. Pero eso no tiene por qué significar algo malo. Es posible que la plena integración en la megamáquina no sea más que el delirio de unos cuantos que tratan de afianzar así su dominio sobre el resto, y entonces la incomodidad y el desasosiego que sentimos serían un último síntoma de salud de aquella parte de la vida que aún se resiste a ser sometida.