En el principio fue la fe. El misterio crisálido, trasparente como las nubes, se concentraba en ese cura que acariciaba tu rostro. Tú lo sabes, Gabriel, que tienes nombre de santo. Eso fue en el principio, aunque no lo recuerdas precisamente. El principio nace deforme. Se cuela en el tiempo personal y se adhiere a los lugares. Pero antes conquista la maldad de los aconteceres. En efecto, queda impregnado para siempre en los momentos. En todos los momentos. ¿Verdad, Gabriel?
En esa fotografía llevas un pantalón de pana acampanado. Tienes 9 años, pero no sonríes a pesar de estar junto a tu bicicleta. Tu abuelo septuagenario te abraza detrás con una sonrisa satisfecha. Y dices que aquella fue la mejor época de tu vida, de la que apenas guardas destellos concretos.
No todo llegó con aquella decisión, la de tus padres. Enviarte a un colegio de la orden. En el principio era el prestigio. Pero también que el colegio de los hermanos contaba con autobús para los niños de los pueblos limítrofes. Ese fue el principio.
La primera vez que el padre José Luis acarició tu rostro sonreíste, crees recordar. Era un don. Te quedabas a comer en el colegio porque tu madre estaba embarazada de tu hermano menor. Y el padre José Luis a veces te llevaba por aquí o por allá y comía contigo en el comedor.
El padre José Luis enseñaba lógica y arte. Así que no te sorprendió que un día te llevara a una representación que una compañía de teatro algo destartalada hacía en el patio del colegio público que colindaba con el de la orden. Porque sí, lo recordáis todos, el padre José Luis podía a veces elevar la voz y levantar la mano como los otros grises padres. Pero su voz y su mano se ponía tan a menudo sobre vosotros. Con la levedad de la pluma de un ave. Como el canto de un mirlo negro en las primeras horas del alba
Recuerdas la pequeña carpeta azul de anillas que el padre José Luis llevaba consigo. Al final de cada clase os enseñaba sus anotaciones sobre quién había cometido menos errores. Y tu nombre, Gabriel, aparecía, lo leíste, te lo enseñaba.
– Mis pequeños cocodrilos, os voy a dar un maíz a cada uno de vosotros.
Recuerdas. Y en una sensual eucaristía aquella tarde de miércoles, el padre José Luis depositaba en vuestra prepuberal boca abierta el maíz por su gracia alumbrada.
La entrada del colegio ofrece desde la obligada curva que ha de tomarse un aspecto tenebroso. Parece marcialmente regio: un mastodóntico castillo empedrado sin insignes almenas. En su entrada principal aparece la capilla tras un recibidor áureo y diáfano en cuyas paredes hay frescos de la madre María, maternalmente clarividente, protectora. Las escaleras a ambos lados llevan a las aulas y a los dormitorios comunes habilitados en una pieza separada. Unos jardincillos sin vida adornan a ambos lados el acceso al despacho rectoral junto a la sacristía.
Erais unos seiscientos niños. Y el candor del padre José Luis. Dices Gabriel que lejos del fresco de la madre María, ya en las aulas, en los dormitorios reinaba una ley de abuso, la de los mayores hacia la manada de menores que erais vosotros. Bajo el amparo de la cruz redentora y la misericordia, en los lugares cenagosos después del rosario y la misa, una ley de sometimiento selvático precedía a los dominios que después serían del padre José Luis.
Y recuerdas, las trincheras que eran las horas en las que tú y el pequeño Juan, y Gabriel y Xanti, os refugiabais en las esquirlas abruptas, hasta que el padre José Luis os ofreció con la unción de la ternura, su protección. Para siempre. Desde Dios. Veis, te decía sobre todo a ti, sobre todo a ti, la imagen de la virgen; ella es la ternura hacia el hijo. Y vosotros erais esa mater dolorosa y él el hijo necesitado de la caricia irradiante.
Y el aire henchido y húmedo de su despacho la primera vez, con la luz cayendo a horcajadas por las rendijas de la persiana bajada. La primera vez, pensaste abrumado, el padre José Luis se moría. Por encontrar tu sexo de once años. Su exhalación era la de un animal herido en una noche doliente. Sus abruptas manos, gélidas como el metal, te hurgaban hasta redimirle como Cristo en la cruz, pensaste. Lo pensaste mucho después. Sin decirlo a nadie, ni a tus amigos cercados por los mayores, ni a tus padres, ni a ningún otro padre.
Y todos tenemos una cruz que llevar, el padre José Luis os decía, destellando estas palabras y haciendo de ellas el cirio de vuestra entrega. Y así se presentaba en los vestuarios donde prohibía que cada uno de vosotros llevara puestos bajo el calzón de gimnasia, los calzoncillos. Y cuántas tardes después de aquella tarde primera, el padre José Luis se quedó contigo y por primera vez te dio su boca que te supo a esparto y a leña podrida.
Pero el amor es misericordioso, es decir, dices Gabriel, penetra más allá del lugar que ocupa y la significancia con la que emerge. El padre José Luis no iba a cercar aquí ni sus hábitos ni sus intenciones.
De rodillas ante ti, te recuerda a Jesús lavando los pies a sus discípulos, sometiéndose, entregándose. Es tu cuerpo, consagrado, el cáliz que el padre toma y te ofrece.
Y estás de rodillas, Gabriel, dos horas después. Parecen tus manos un par de alas de paloma. Y ojalá la virgen hubiera cabalgado en su haz de amor cada una de esas alas o los cientos de palomas que has visto emigrar de tus manos, de tus labios de 11 años. Porque aquella vetusta tarde le comulgaste tu boca. No quisiste ser un Judas, aunque lloraste.
Estás arrodillado en el confesionario del padre Juan Ignacio. Lloras, pero le relatas. Concreta, hijo mío. De qué modo, y hacia qué manera.
Cuál no será tu aturdimiento, san Gabriel, cuando en el despacho del padre José Luis también se presenta el padre confesor Juan Ignacio. Y la persiana se cierra.
Gabriel, esta historia no se cierra, sino que abre aún más sus manos llagadas, como una montaña ante un seísmo. Las mañanas ocres y macilentas están llenas de padres José Luis y padres Juan Ignacios. Y multitud de sacristías exhalantes abren sus puertas como labios mohínos y libidinosos. A cien metros de la capilla que tantas veces pisaste, un párroco leyó el 19 de febrero con voz de madera rota: “Ante todo asumimos nuestra responsabilidad por lo ocurrido. El hecho de que se trate de un problema extendido [en el seno de la Iglesia] no nos exime de nuestras obligaciones morales específicas ante el conjunto de la sociedad”.
Gabriel, te daba miedo, un dolor de lanzas en la garganta, cuando muchas nubes y lunas después, recibiste el primer beso que te dio una mujer. Cuántos cristales de cada alba te acompañó el aliento del padre José Luis. Y sentiste los alientos de otros padres José Luis cuando en la prensa leíste hace bien poco los abusos durante veinte años del padre José Luis Pérdigo en la Casa de Beneficencia de Bilbao.
“Queremos escuchar a las víctimas, investigar, reparar y, sobre todo, sanar las heridas de quienes han sufrido cualquier tipo de abuso, independientemente del momento en el que se haya producido. Y ello porque el dolor padecido no prescribe”.