Silvia quería correr. Tenía el capricho esquivo de la luz. Había llegado a la conclusión de que el destino, a sus 20 años, estaba de su parte. La utopía, esa acrobacia de protones dislocados rebozada de discursos tiernos pero también oscuros, la llevó vivir la era más infame de su país, La Argentina. El compromiso convenció a Silvia para entrar en la organización guerrillera Montoneros. Era la militante ideal: nieta e hija de militares, educada en Estados Unidos, infelizmente burguesa; rebelde y con un sentimiento de culpa a partes iguales. Montoneros era un ejército cuyos dirigentes abandonaron el país al poco del golpe de los militares. Realizaron antes cruentos atentados. Pretendían ganar el control del Estado. Silvia no sabía nada de eso. Solo hablaba y pensaba en el hombre nuevo, en la justicia. Había miles de militantes en todo el país que siguieron las órdenes de esa cúpula revolucionaria a salvo, en Europa. Abnegación, sacrificio. La tercera acepción de aquella realidad: de los 30.000 argentinos asesinados por los militares, un tercio fueron activistas salidos de la fértil adolescencia argentina, como Silvia.
A sus veinte años, estaba embarazada. La organización, con su promiscua dialéctica, alentaba a las militantes a procrear porque ellas y sus parejas iban a caer y era necesario que fecundaran futuros revolucionarios. Silvia detiene aquí el tiempo. Y buena falta que hace. Parece que entre las nubes también ocurren violentos crímenes. Ustedes no imaginan lo que le va a ocurrir a Silvia a partir de entonces. Ella aún menos. La crueldad y la perversión; el mal y el delirio; la tortura y la violación, y luego otras violaciones – los guardianes del centro de tortura llevaban a las presas montoneras para recrear escenas sexuales con sus esposas, es el caso del torturador de Silvia, Alberto González, El Gato condenado a cadena perpetua -. Porque Silvia Labayru es capturada, por una confesión bajo torturas de dos personas que desaparecerán para siempre. Capturada y enviada a la Escuela de Mecánica de la Armada, la ESMA. Está embarazada de cinco meses. Ese feto que se llama Vara le salva la vida. Los milicos quieren ese bebé. Por eso las sesiones de la cama eléctrica, la picana, son un poco más livianas. Y los golpes. Silvia hace todo, todo, lo posible para que, dado que ella va a morir, su niña salga con vida de ese salvaje centro en el que entrarán decenas de secuestrados al día, cientos al mes, mil al año, 5.000 detenidos clandestinamente de las que solo 200 podrán contarlo con vida. Silvia una de ellas.
Leila Guerriero ha escarbado en la intrahistoria de Silvia, la montonera que fue dada por muerta, la mujer que aceptando su esclavitud y convertida en amante de su captor gana tiempo para estar con su hija; la presa que los militares liberan porque creen que la han «rehabilitado»; la mujer libre que cae en otro cautiverio al ser repudiada por sus antiguos compañeros por salir con vida de la ESMA. El relato de Silvia durante varios años de conversaciones con Guerriero queda complementado con el testimonio de compañeros suyos, supervivientes de la ESMA que coincidieron con ella. El resultado de esta magna crónica-rio es La Llamada, publicada por Anagrama.
La Llamada debe su título a una llamada que el responsable de la ESMA, Jorge Eduardo Acosta, El Tigre, hizo a la casa donde vivía el padre de Silvia. Esa llamada salvó su vida. El libro de Guerriero, como Silvia en su cautiverio, está preñado de muchos otros libros. Explica un país, La Argentina, a través de sus exaltaciones más abruptas, vividas y ejecutadas por personajes que pronto dejan de serlo para convertirse en víctimas de su jactancia y ortodoxia y de la crueldad, extrema y perversa, de los demás. Ese ejercicio forense sin condescendencia ni martirologio abre la ventana al cuarto oscuro de la atrocidad. No son el relato de las torturas, con ser bárbaras, o las desapariciones, aún más criminales, lo que la cuchilla de la memoria de Silvia extrae del cartílago de su cautiverio.
Es la perversión erótica de sus captores, en mayor o menor medida en función del rol que cada uno desempeña, o sublima como diría Freud, lo que Guerriero muestra. Las vísceras y el inconsciente de una dictadura reducida a su esencial forma y , el centro clandestino que hizo desaparecer a un quinto de los 30.000 argentinos asesinados.
En su contracara, el libro de Guerriero amplia su mirada arentdiana hacia el mal que ya emprendiera en el libro colectivo Los Malos, publicado en Chile en 2015, en el que hay una aterradora crónica sobre El Tigre Acosta y otra sobre el médico que asistía a las presas que daban a luz sobre las camas de tortura. Pero el relato de Silvia y el de otros muchos junto al de ella, desconcha los trazos en color vigoroso de la militancia montonera. Cada cual podrá sacar conclusiones acerca de sus dirigentes, y el costo de sus decisiones.
El libro de Leila Guerriero es también un rescate. Silvia Labayru es una persona hoy que ha trenzado su presente evitando construir el edificio del presente sobre el cemento pilote del pasado. Aunque participó en los testimonios que permitieron condenar a sus captores y a sus superiores, hay también una vuelta a contrapelo al recupera un amor que desechó de adolescente y al que vuelve cincuenta años después . El rescate de este libro es más bien hacia los lectores, tan acostumbrados a que nos presenten personajes de cartón piedra, héroes o villanos y relatos de cancionero.
La Llamada. Leila Guerriero. Anagrama, 2024. 432 páginas. 20,90 euros