El silente croar de los grillos es una sonata esta noche. Los desaparecidos de todos los lugares y tiempos australes interpelan a los que vivimos mal contando las ausencias cotidianas. Resumiendo esas ausencias, surge como un fogonazo la prosa radiante y abrasivamente tenebrosa de la palestina Adanía Shibli en su novela y crónica Un detalle menor, publicado Por Hoja de Lata y traducida por Salvador Peña Martín. Los desaparecidos por cientos de miles recorren el mundo. Salen de sus casas en un amanecer irredento par ser llevados a comisarías; están en controles de carreteras, en improvisados cuartos de tortura; permanecen en lugares indómitos durante incursiones militares; sus hogares figuran en mapas sobre las mesas de siniestros despachos; están en fugaces bombardeos sobre barriadas desconchadas donde sus habitantes escupen silencios contra los misiles.
Era aquella palmera en el resplandor impetuoso del sol, solitaria en el horizonte falsamente yermo. Sobreviviente quizá por el capricho. Sin duda su persistencia tuviera una lectura prosaica bajo el sol castigador de Ramallah. El único movimiento es el de las reverberaciones de la luz que llevan a las carreteras y a las colinas a agitarse nerviosas.
Hay quienes sostienen que los seres humanos parecen formarse una imagen de un acontecimiento que no han presenciado si acceden a diversos detalles menores que acaso para algunos carezcan de importancia. Esa palmera adusta, inmóvil, donde hubo otras muchas alrededor.
Lo que llamó la atención de Adanía Shibli en aquella historia que publicaba el periódico fué un detalle concreto. No había nada fuera de lo común en la traza general del acontecimiento, nada extraordinario al abrasador sometimiento de la ley dominante cotidiana. Fue el asesinato de un individuo concreto lo que la sobrecogió. Esa muerte colofón de una violación grupal y que tuvo lugar 25 años antes del nacimiento de la narradora, se repetía como el ladrido afónico del perro en aquella duna.
Ese detalle menor, que los demás y la cotidianeidad desdeñan, la acompañarían desde entonces sin remedio muy a su pesar. Acaso la debilidad de la narradora, delicada voz como los árboles o el vidrio de los hogares que se desquebraja tras las explosiones rutinarias del ejército. Era ese detalle que el artículo no desvelaba por no haberle prestado atención a la historia íntegra y atemporal por tanto de aquella muchacha.
13 de agosto
Un yermo infinito e imperturbable. Una luz cegadora barría los contornos de las pálidas y ocres colinas. El silencio soporífero quedaba rasgado por algunos ladridos más allá de las colinas y el cercano trajeteo de los soldados. Aplicados a su nueva rutina, levantaban el campamento y cavaban las trincheras. En ese páramo habían aprovechado dos cobertizos casi derruidos construidos mucho antes de su llegada. Junto a ellos levantaron las tiendas.
Esos cobertizos. Huellas de un pretérito imperfecto que esos soldados, sin saberlo, estaban dirigidos a derruir y exterminar. Por eso se abrió en la moral de ellos un dilema asfixiante cuando descubrieron a una miserable familia agazapada tras una duna a pocos kilómetros. De inmediato tirotearon y remataron a todos, menos a ella. El oficial al mando sabía que una extentórea inconveniencia caería sobre el regimiento. Por eso había tratado de arengarlos, recibiendo órdenes, en las horas previas. Por eso mandó celebrar la muerte de aquella familia y la captura de la mujer. Los soldados confirieron a la captura y a la muerte una necesaria insulina de capacidad propia, rodeados, como les aseguraban sus mandos, que estaban rodeados de nativos armados hasta los dientes. Y el botín no era exiguo, ni descifrar su significado resultaba para los inberbes soldados un inaccesible misterio: ni más ni menos que el de la victoria sobre lo vivo. De una victoria sobre la vida para levantar un nuevo país sin más esperanza de vida que la de acabar con la preexistente.
La joven fue confinada en uno de los cobertizos derruídos. El silencio inerte pero lleno de malversaciones conjugó entre todos los soldados y su mando un taciturno acuerdo de silencio. Mientras, solo el sol juntaba en las colinas el dolor de los horas.
Fue al de un día cuando el mando ordenó sacar a la prisionera del cobertizo. El hedor de los efluvios corporales que emanaban de su vestido en jirones, percató al mando de la necesidad de limpiar a la joven como si la manguera que ordenó aplicar sobre su cuerpo desnudo borrase la huella indeleble y mísera de aquella victoria. Esa inutilidad baldía que arrenallaba en él al hombre que nunca más podría volver a ser, le sumió por fin en un sopor enfermo. Ordenó encadenar a la joven al catre de su tienda y en vano con violencia la noche del 15 de agosto de 1948 pudo dominar ese cuerpo casi desfallecido.
Tantos años después, Adanía Shibli escarba en la duna también vencida de una memoria desplazada por los buldozers victoriosos que llevan la estrella de David. Es imposible ubicar el lugar donde aquella joven cayó abatida por cinco balas. Aquel lugar, tiempo y espacio, antaño hogar de beduinos y nativos, hoy es un infortunio mental, una pústula de asentamientos y carreteras sobre olivares y dunas, con muros que imponen discrecionales segregaciones de pueblos enteros. Quien busca, encuentra. Y hace falta leer este relato para descubrir lo que Adanía Shibli descubre y el final de su propio descubrimiento en el presente de ese su país sometido.
Un detalle menor, está traducida por Salvador Peña Martín y publicada por Hoja de lata.