La lectura otorga poder. Para las clases populares leer era el proyecto legible y factible de la superación de su estado social. La ciencia de sí mismo, de su verdad. La conciencia. Por ello el otro poder, el que les quitaba las tierras comunales, el que les hacía doblar el espinazo hasta la extenuación en las minas y en los campos, el que les daba un asentimiento en la servidumbre, se lo prohibía. Una mujer de 95 años me decía que los señores no la dejaban leer el periódico para que la ignorancia de lo que ocurría le hiciera seguir discurriendo en su trabajo sin ver otra posibilidad. Todo esto viene a cuento por haber vislumbrado un cartel en la carretera de Puerto Real a Cádiz indicando un desvío a Casas Viejas. En 1933 el comandante del puesto de la Guardia Civil de este pueblo de 2000 habitantes cercano a Medina Sidonia, declaraba a la prensa que la tragedia se veía venir “porque aquellos jornaleros estaban siempre leyendo”.
Hoy el capitalismo se ha incorporado de manera tan profunda a la idea que tenemos de nosotros mismos que resulta difícil ver como revertirlo. Hoy nuestra masa no está famélica pero sigue mansa. Decía Jorge Riechmann que la mayor parte de lo que hemos llamado “progreso” y “desarrollo” a lo largo de los dos últimos siglos se debe a los combustibles fósiles y a la inconcebible sobreabundancia energética que proporcionaron (que ya acaba y no es sustituible).
Hoy el exceso de información quizás es la falta de información de antes. Hoy el espectáculo y el entretenimiento insufla en la población aires de aparición y desaparición de imágenes de fungibles felicidades. Jules Renard decía que la felicidad es un gato tumbado al sol.
Hoy cuando se puede afirmar que los números han vencido a las letras, cuando en la faja de una portada de un best seller se lee: 200.000 ejemplares vendidos, recomiendo que leáis “Puntos ciegos. Los cuerpos y las razones que preferimos ignorar” de Antonio Orihuela, Ediciones Fantasma. Aunque solo lo leamos tú y yo saldremos de su lectura más fecundos. Sabremos más de otras quejas, gritos, voces, risas y llantos de otras realidades acalladas.
Hoy… todo el mes de Agosto he estado de vacaciones en Puerto Real, y según andaba por el paseo marítimo la tendencia del pensamiento a la deriva bajo las palmeras mitad secas, mitad verdes, preguntaba a Sherezade ¿con qué improbable historia pretendes deleitarme este día?, y me dirigía a la biblioteca, porque al leerlas, al nombrar lo inexistente ya existe.
PACHACUTI IV (por Paco Páez)
Solemne sobre la ventana vio surgir el sol feliz del nuevo día, Pachacuti IV, sexagésimo soberano del Imperio Inca, sentía bella la existencia, su espíritu inquieto quedaba dormido desde la noche anterior con argumentos que por conocimiento e intuición había logrado extractar y asumir, era esa una base: El saber, el resto le sería dado por añadidura… y habilidad.
Su reino florecía en paz desde hacía siglos, el maíz surgía junto a la ternura, el pueblo le amaba desde su comodidad y trabajo; no tenía esposa y si infinitas concubinas, vino era su dios y efebos su alegría.
Un día, decidió emprender una sabia empresa que desde hacía largo rato venía anhelando, dejó de contemplar el sosegado paisaje y mandó reunir a todos los sabios del Imperio:
“Quiero -les dijo- que condensen todo el saber del mundo en una gran biblioteca y que de cada ciencia se extraiga todo el conocimiento, desde lo que sea la más elemental materia del mundo físico, y los simples la alcancen a comprender con facilidad, hasta lo que sea mas sutil de ella y se escape de lo normal o pertenezca al mundo de lo invisible y todo este saber este conocimiento lo han de traer ustedes a esta biblioteca y no harán copia alguna de ello, ni hablaran de esto a nadie que no sea otro mago que trabaje en las mismas disciplinas que ustedes”.
Al punto partieron los misionarios y recorrieron el mundo con presteza, pues para asombro de muchos, conocían a la perfección las más brillantes cimas del saber y sus medios de navegación no eran cortos. Llegó de nuevo la primavera (¿Llegó o nunca se había ido? Difícil era saberlo entre vino, rosas y caricias) y con ella llegaron los sabios, traían todo el conocimiento, todas las investigaciones, experiencias y ciencias de todo el mundo, y todo este saber fue condensado. Los escribas (expertos en nudos también) tardaron largos años en plasmarlo – y eso que eran legión -. Primero ordenarlos según sus temas, después oscurecerlos en claves y así lentamente, como todo lo sublime, se formó la hermética biblioteca. Entonces, Pachacuti IV, sexagésimo señor del Imperio, reunió de nuevo a todos los doctos y les rogó le revelasen todos los resortes para el entendimiento de los escritos. Prontamente entendió estos y desde entonces vetó a todos la entrada al Templo del Conocimiento, penetró en él y olvidándolo todo se sumió en lo recopilado, estudió sin descanso y sólo abandonaba la afanosa tarea para comer lo imprescindible, así como para digerir los escasos alimentos que tomaba y el ingente saber, en cortos paseos entre jardines. Al parecer el sueño no le rendía.
Así las cosas, después de haber pasado largo tiempo, cuando ya los cortesanos se habían olvidado de su generoso monarca y el pueblo que lo veía poco se preguntaba ¿por qué ahora aún se le ve menos?, sucedió que Pachacuti estaba ya imbuido por completo de todo conocimiento. Saliendo de su efectivo cautiverio, reunió por primera vez a los eruditos y esto les explicó: “ Yo, Pachacuti, he excavado profundamente en todas y cada una de las ciencias y en todas y cada una de las etapas del saber, y sé por tanto más que ustedes, ya que ustedes son doctos en una sola materia y cada uno en una sola llegó a la cumbre; mas yo en todas he conseguido el conocimiento pleno. Es por esto, nobles señores, que he tomado una sabia y memorable decisión: He decidido que nadie más pueda calmar su sed en esta magna fuente -los sabios se miraron asombrados e intuyeron al momento la idea de su amo y señor, ya vieja en la historia-. He ordenado por tanto que la gran biblioteca sea destruida y que desde ahora en adelante quede prohibida toda escritura en la extensión de mi imperio”.
El mismo día en que el sacro museo era incendiado, Pachacuti, sexagésimo soberano Inca, volvía de nuevo al vino y las rosas, las mujeres y los efebos.