Vine a buscar a Marcos. A Marcos Moya concretamente. A ese al que llaman Quijote de las Alpujarras riojanas. A ese al que Paco Cerdá, en su libro «Los últimos. Voces de la Laponia española» dedica parte de su periplo a El Collado. Vine a ver si seguía cabalgando. A ver si era caballero de triste figura o endurecido guerrillero de recias facciones, que se niega a rendirse en un paraje hostil, a pesar de sus tribulaciones. De esos que se echan al monte, sin más armas que su voluntad y su persistencia. Con la mayoría de sus compañeros caídos en el camino, sin otro aliciente y empuje para su resistencia que el de ver un día cumplido su sueño; que no es otro sino el de poder elegir. ¿No es ese acaso uno de los últimos fines de todo ser humano? Libertad. Libertad en este caso para poder llevar una vida digna donde uno quiere y conservar uno de los legados de ese pasado rural que forma parte, no solo ya de La Rioja, sino de la tradición y la historia de España.
El sol de finales de mayo asoma con fuerza en la mañana. Me encuentro a mitad del trayecto de los 1240 metros de ascenso hasta Santa Marina en un coche minúsculo, con las ventanillas atascadas, sin poder subirlas ni bajarlas. El ruido del aire interior me hace sentir como un astronauta encerrado en una pequeña cápsula, que imperceptiblemente lucha por avanzar en un mundo extraño, aparentemente inerte en medio de su inmensidad verde. La carretera se encuentra llena de socavones y baches, fagocitada a veces por el hambriento sotobosque. Es la naturaleza que vuelve a reclamar lo que es suyo: maleza que se come la brea, hierbajo y arbusto que aplastan el firme. Ahora la loma gana pendiente, y el astronauta planea sobre la carretera con cuidado, no vaya a estallar la nave. Finalmente, unas casitas marrones de planta baja junto a varios corralones se dibujan desperdigadamente sobre la meseta chata de un cerro. Se trata de Santa Marina; aldea separada a cinco kilómetros de El Collado, que ha corrido mejor suerte en lo que se refiere a la despoblación.
Al llegar a la plaza pregunto por el hombre que busco.
–¿Marcos? A saber donde estará ese. Si te apuras, igual lo pillas en casa a la hora de comer. Aunque vete tú a saber….– dice Marino, jubilado de ochenta y tantos. En una casa rodeada por un muro de piedra bajo, un cartel invita al rancho de potro que se servirá el domingo. En la actualidad viven, en esta pedanía de Santa Engracia del Jubera, aunque no de forma permanente, unos dieciocho vecinos. Pero los únicos hijos de toda la vida de esta localidad son dos hermanos: Marino y José Luis. Toda una vida dedicada a la ganadería entre estos valles y barrancos que forman parte de la denominada serranía celtibérica; zona que comprende varias comarcas pertenecientes a las comunidades de La Rioja, Aragón, Castilla La Mancha, Castilla y León y la montaña levantina. Aquí fue donde la Roma imperial se encontró con la feroz resistencia de estos pueblos celtas. Al igual que Segeda y Numancia, el asentamiento de Contrebia Leucade, cuyas ruinas se pueden visitar hoy en día cerca del municipio riojano de Inestrillas, fue un bastión inexpugnable para sus legiones. En abril de 2015, el arqueólogo Francisco Burillo presentó un manifiesto denominado «Proyecto Serranía Celtibérica». Estaba destinado a captar la atención de la administración a fin de que invirtiera en la zona y evitara su despoblación y consiguiente desaparición.
Para ello, realizó un proyecto en el que se comparaba la zona con la Laponia escandinava: territorio protegido para el desarrollo sostenible por la Unión Europea. En él se requería al estado que intercediera ante Europa para que la Celtiberia sea reconocida y reciba fondos para su desarrollo y mantenimiento. Pero la administración no entiende de proyectos culturales en esencia. Es decir, aquellos que no destacan por su rentabilidad. Y antes de realizar cualquier movimiento se asegura de pasar su traductor culturo-económico; donde evidentemente, tiene más importancia el segundo factor del binomio. Si el traductor no arroja una lectura positiva, es decir, económicamente positiva, entonces entramos en el modo de la inacción, de la dejadez y la desidia. De hecho, ¿cómo no vamos a entrar? Si hasta la inacción se encuentra instrumentalizada y regulada en nuestra ley con ese concepto de silencio administrativo, que es una de las bases de funcionamiento de la administración en este santo país que poco tiene ya de santos. Como consecuencia, el gobierno central se puso en modo off y se durmió en los laureles, perdiendo la oportunidad, por si alguien lo dudaba, de tramitar la ayuda ante las instituciones europeas.
–Toma un trago de vino, muchacho. Que lo vas a necesitar si quieres subir hasta allá arriba–. Yo decido quedarme un rato. Y en un estrecho banco de madera, a la sombra de un tejado de pizarra, rodeado de perros que dormitan bajo el sol, escucho la historia de Marino. Una historia de otro tiempo, otra forma de vivir y de pensar. De repente, tengo la sensación de estar en una de esas plazas de principios del siglo pasado, de cuadrillas de braceros esperando a que el patrón los lleve al trabajo, de maestras de blusas de encaje blanco con broche ajustacuellos, que se dirigen a la escuela seguidas de una cola de niños de pantalón corto. Marino se queja de una de sus rodillas, pero es que son más de ochenta años. Yo le digo que la mayoría de la gente de ciudad firmaría por llegar a su edad con esa salud y agilidad. Si no nos salva la ciencia, con tanta pantalla y hábito sedentario, la tercera edad estará perdida.
Dejo el coche al lado de la carretera principal. El camino a El Collado comienza en una tortuosa senda de asfalto carcomido. El mal tiempo en invierno y la falta de mantenimiento han destrozado el tramo inicial, que para colmo, se levanta en una prolongada cuesta. Conforme me voy adentrando en el terreno, el calor se hace más sofocante. Tan solo se oye el ruido de los grillos y mis botas al pisar la gravilla. Aún así, es imposible romper el silencio. A veces escucho un crujido y percibo un raudo movimiento bajo los matorrales. Probablemente de algún lagarto o pequeño roedor asustado. Ahora desciendo lo que en otro tiempo debió ser una cañada, bajo la sombra de las carrascas y con el perfume del romero y el enebro. Al doblar una curva que bordea un precipicio, aparece la imagen de un pueblo. Destaca una destartalada iglesia que apenas se sostiene piedra sobre piedra y varias casitas perdidas, todas de de teja roja. El Collado parece enclavado, hundido a la fuerza en la falda de una colina milenaria. Como si sus huesos no pudieran soportar más el peso del tiempo.
Me doy cuenta de que un pequeño sendero discurre campo a través. Si me arriesgo a seguirlo puede que me lleve directamente al pueblo, permitiéndome ahorrarme la zigzagueante carretera. No puedo demorarme. Quizás el hombre que busco solo esté en casa a la hora de comer. Pero tras un rato,… descubro que el sendero termina en un prado. Es tarde para dar la vuelta atrás así que continúo descendiendo el cerro, sorteando los ribazos y abriéndome paso entre los desniveles de la ladera. Abajo, tras una empalizada de zarzas y escaramujos asoman intermitentemente un sombrero y una pala que lanza estiércol. Un estrecho camino de tierra con su vallado de madera se convierte en un corredor que lleva a una fuente. Al acercarme a la empalizada, descubro al hombre de la pala que se afana por recoger el ciemo en un remolque. Le llamo, pero lo único que recibo por respuesta es el relinchar de varios caballos en la cercanía. Una mezcla acre de olor a tierra y excrementos de animal inunda el ambiente. Le grito más fuerte, haciéndole señas, pero el hombre parece no oírme. O es sordo o ha decidido ignorarme. Quizá esté harto de que forasteros venidos de la ciudad vengan a meter las narices en su vida. Al cabo de unos minutos y cuando estoy a punto de marcharme, el hombre me divisa.
— Eh, ¿qué vienes a la fuente…..o qué? –.
— No, en realidad estoy buscando a..– pero el hombre hace gestos de no entender.
— No te oigo, pero vete a la fuente, que enseguida acabo. Espérame allí, que en seguida voy yo, en cuanto termine esto –. Y dicho esto, se da la vuelta para seguir cargando el estiércol en el remolque. Yo me dispongo a desandar lo andado y regresar a la fuente pero en el camino se interponen tres caballos. Encima de un montículo, un cuarto caballo pardo de largas crines y blanca testuz , me mira de soslayo con un ojo inquisidor. Es como si presidiera el camino, como si fuera el dueño de este reino perdido, de un lugar otrora floreciente, ahora olvidado entre estas estribaciones montañosas. Es como si me advirtiera. Él sabe que soy un extraño. Yo sé que estoy de paso, que no pertenezco a este lugar. Debajo de él, observo el rápido movimiento de las orejas de sus compañeros. Están inquietos. Pero el rey de los caballos y yo continuamos sosteniéndonos la mirada, como si ninguno estuviera seguro de las intenciones del otro. De repente, el caballo piafa y se marcha. El resto de ellos abandona el sendero vallado para seguirle, entre resoplidos.
Al poco rato, llega el hombre. Lleva unas botas verdes de goma, pantalón de camuflaje militar y una camiseta caqui de no sé qué cuerpo de operaciones especiales. Una gorra negra cubre su abundante cabellera blanca que se une a una tupida barba y denso bigote. Me doy cuenta de que este rostro podría pertenecer a un Alonso Quijano septuagenario.
— ¿Marcos? ¿Marcos Moya?– exclamo.
— El mismo –.
Bajo un árbol que divide su tronco en dos gruesas ramas de escaso follaje, se encuentra una cabaña de blanca piedra y argamasa, teja roja y un letrero de madera donde se lee: «El Collado. fuente del S. XVI». Marcos abre la puerta metálica que da acceso al pozo de agua. Agua que viene de la sierra. Tras la recientes tormentas, con un poco de hierro quizás. Ceba la fuente con una pequeña garrafa para que yo beba, mientras se queja de la maldad de los visitantes, que han roto una tuerca y causado otros destrozos menores. Marcos es jienense de nacimiento, pero como él dice, uno es de donde quiere ser. Uno es de donde echa raíces. De pequeño se vino para El Collado. Trabajó casi toda su vida como funcionario de Hacienda y ahora, aunque tiene su pensión, vive prácticamente de lo que le da la tierra; pepinos, alubias, calabacines, tomates, lechuga. Si no tiene más huertos, es porque no los puede atender. Y luego están sus cabras y ovejas.
— Aquí uno tiene la tierra que quiere. Una familia puede vivir perfectamente, pero claro, esto es duro. Te tiene que gustar porque si no, más pronto o más tarde, la tierra te vence y entonces te vas –.
Su coche es un enorme mamotreto todoterreno de esos estilo pick up. Eso sí, lleno de abolladuras y golpes. Hace años, durante la fiesta de la Valvanerada sufrió un accidente y volcó con él. En el hospital no le detectaron nada pero a los cinco años, se dio cuenta de que había perdido mucho oído. — Pero claro, vete tú ahora a reclamar a los del seguro. Después de cinco años. Ya me dijeron que no había nada que reclamar.– se lamenta, pero sin amargura, como si fuera algo ya superado.
La Plaza de San Blas es un conjunto de casas plantadas aquí y allá donde abundan los paneles solares y despunta algún que otro generador eólico. Los mismos parecen no encajar en el paisaje, como extraños retazos metálicos de una civilización avanzada. Es la necesidad de suministro eléctrico. Aquí no llega la luz y los cuatro habitantes de El collado se las arreglan como pueden. Trasladar el tendido eléctrico es caro, como lo son otras soluciones de energía alternativa y el traductor culturo-económico de la administración chirria ante la idea de semejante inversión para cuatro vejestorios que tienen sus días contados. Siguiendo una estrecha callejuela de altas casas construidas con mampuesto de piedra irregular, llegamos a la casa de Marcos. Dos naves adosadas; una que hace de vivienda y la otra aparentemente de granero. Una verja de negros barrotes se abre descubriendo un pequeño huerto y un gran mastín blanco que levanta su cabeza y vuelve a recostarse agitando la cola, sabiendo que se trata del amo. En la fachada principal, dos solitarias ventanas enrejadas y en una de ellas, una planta de largo tallo que se estira a través de los barrotes, como si quisiera escapar a la sierra, a esas suaves lomas y colinas redondeadas pobladas de una vegetación que se funde con el cielo azul de mayo.
Bajo el soportal de la entrada, aparece una mujer en pantalón corto. De rostro acerado, sus ojos azules denotan inteligencia y a la vez mordacidad. Aunque bien podría pasar por el ama de llaves de Don Quijote, en realidad es alguien muy diferente: se trata de Lucía, la mujer de mi anfitrión.
— Ahora Marcos te enseñará la iglesia y todo lo demás. Quiere reconstruirla, pero ¿con qué? En este pueblo se han llevado todo: se han llevado la piedra, se han llevado la teja…Ya no queda nada. Y pronto ya no quedará nadie – dice ácidamente, a la vez que se vuelve para entrar de nuevo en el hogar.
En la parte más alta de la aldea, se encuentra la iglesia de San Juan Bautista. O lo que ha quedado de ella. De la parte superior solo se mantiene erguido un murete de arcos del neorrománico. El resto de la nave se encuentra desplomada sobre sí misma. Piedras, tejas y maderos sobresalen como tripas reventadas. Unas escaleras comidas por el hierbín dan acceso a la entrada principal en la que se ha colocado una puerta enrejada. En el interior solo se observa maleza y escombros. Marcos se lamenta del expolio que ha sufrido el templo con los años: un retablo antiquísimo, la estatua del propio santo y varias cosas más. Al lado se encuentra el antiguo juzgado de El Collado. A través de un agujero en la pared puedo observar el edificio de enfrente. Y del edificio de enfrente, a través de una ventana rota veo la casa de al lado. El Collado es un pueblo de rotos y destrozos. Pero se huele en el aire que hay otros rotos peores, de esos que no se arreglan con cemento ni pala. Ecos de vidas pasadas que terminaron aquí. Sin la esperanza y el consuelo de verse continuadas con las nuevas generaciones. La llama del hombre se extingue en El Collado.
Caminamos hasta la parte más alta del pueblo. La antigua escuela municipal ha sido rehabilitada como refugio de peregrinos y visitantes. También es la sede de la Asociación de Amigos de El Collado. Al abrir la puerta la humedad y el olor a deshabitado se hacen patentes. Una chimenea con fogón, una pileta de cocina, varias literas con colchones y una larga mesa de banquetes conforman una casa refugio que se ofrece gratuitamente a quien desee hospedarse. Marcos abre las ventanas y con la entrada de la luz, la estancia adquiere un tono cálido. De una de las antiguas paredes que quedaban de la vieja escuela cuelga un tablón de madera sobre el que aparece un mural de fotografías y recortes de periódico en blanco y negro. Todas ellas hablan de la historia de El Collado. El propio Marcos aparece en varias rodeado de compañeros. Algunos de ellos ya no están. En los años noventa, antiguos vecinos de la localidad decidieron reconstruir el pueblo con su esfuerzo y su dinero; primero desescombrando y después levantando muros, piedra sobre piedra. En la cúspide de la colina, apartado y de difícil acceso, como si estuviera hecho a voluntad para no tener que visitarlo, se encuentra el viejo cementerio. Solo una tumba de blanco mármol destaca entre la hierba crecida. La de Camila García, que data de 1967. Tras ella hay una historia: la de sus hijos que subieron su cruz a hombros, montaña a través, puesto que por aquel entonces no existía carretera. Los restos mortales de su hijo Rafael, serán trasladados próximamente a este cementerio, para que descanse junto a su madre. También es este el deseo de Marcos: ser enterrado aquí. Desde la cima, observo la historia de esta aldea; un ayuntamiento hundido, los restos de una iglesia y un juzgado semiderruidos, y por otro lado, la tenacidad de la gente que ha levantado sus antiguas casas, oponiéndose al abandono y al olvido.
— ¿Por qué haces esto, Marcos?– le pregunto.
— Porque esta es la vida que me gusta y por rebeldía contra los que no quieren que vivamos en este lugar. Se podrían hacer muchas cosas aquí, pero este es un país de vacas –.
— ¿De vacas?–
— Sí. A las vacas les gusta chupar de la teta. Y a los que se sientan en el gobierno no les gusta moverse ni trabajar por nada. Les gusta vivir de la teta. Y que no les molesten.
Es hora de comer y yo me despido de Marcos. Conforme voy descendiendo la carretera pienso en la sociedad que hemos forjado: la persecución del sueño escandinavo de independencia y emancipación del hogar. El éxito personal basado en tener un piso propio, un coche y un trabajo del que vivir. Todos venimos de un pueblo; si no nosotros mismos, nuestros padres o nuestros abuelos, y sin embargo, todos nos hemos movido a la urbe. Atraídos por las vallas publicitarias y las luces de neón de la ciudad, al cobijo del progreso y del bienestar. Creyendo que aquí se encontraba la felicidad. ¿Quién es el loco entonces? Aquel que decide otra forma de vida renunciando al progreso tecnológico y lo comúnmente aceptado o el que sigue las normas convencionales, acudiendo cada día a su trabajo para llegar a fin de mes. ¿Quién es el verdadero Quijote perdido en un mundo irreal de sueños y fantasías?
Todos venimos de un pueblo. Todos venimos de un pueblo. Esas palabras no dejan de resonar en mi cabeza durante todo el descenso.
Tras abandonar la comarca de Santa Engracia del Jubera, hago un alto en el camino. Paro el coche en el arcén y echo un último vistazo a la sierra. Allí, entre las altas colinas onduladas, de pinos silvestres y jarales, deambula un hombre de blanca barba poblada, gorra que no yelmo, rocín metálico y pala por lanza. Subiendo laderas de peñascos cortados, sorteando los barrancos. Más solo que nunca. Ya ni siquiera con Sancho. Cabalgando sigue. Sigue cabalgando.