Este es el segundo capítulo dedicado a desentrañar el caso Watergate que acabó el 8 de agosto de 1974 con la presidencia del presidente más poderoso del mundo, Richard Nixon.
Para comprender lo que está a punto de arruinar la presidencia de Richard Nixon, es necesario hablar de dos de sus Laertes, dos personajes shakesperianos, leales sin límite a la causa del presidente. Serán sacrificados por él con decidida crueldad. Esos dos soldados en las sombras cruzan a menudo la legalidad, e incluso el crimen, para perseguir a los adversarios del presidente. Son Gordon Liddy y Howard Hunt. Son dos personajes oblicuos, dos caras opuestas de la Norteamérica maquiavélica de Richard Nixon. Gordon Liddy tiene 42 años. Ha sido agente del FBI, expulsado por temeridad. Ha trabajado como ayudante del fiscal de Nueva York y en la agencia contra los narcóticos. En 1968 se unió a la campaña de Richard Nixon atraído por su mensaje de disciplina y orden. En 1970 fue contratado por el asesor del presidente John Ehrlichman para investigar a los funcionarios en la Casa Blanca que filtraban información a los periodistas. A Howard Hunt le quedan cuatro meses para cumplir 54 años. Se ha pasado la mitad de su vida llevando a cabo labores encubiertas para la CIA en Cuba, México, Honduras y Uruguay. Este blanco, anglosajón, anguloso, de cabello rubio, sus ojos cuelgan una mirada impasible. Podría ser un personaje de Graham Greene. El subterfugio y la conspiración son su oficio. Desde 1970, está al servicio de Charles Colson, el temerario asesor del presidente Nixon.
Las oficinas del Comité para la Reelección del Presidente, CREP, se encuentran al otro lado del complejo de la Casa Blanca, en el 17012 de la Avenida Pennsylvania. A las nueve de la calurosa mañana del 17 de junio de 1972 se encuentran trabajando en el Comité Hugh Sloan, el segundo tesorero, y Robert Odle, principal asesor. En uno de los pasillos Sloan se cruza con un agitado Gordon Liddy que apenas ha dormido después de su precipitada huida del Watergate hace seis horas escasas.
– Mis hombres fueron capturados anoche. Cometí un error al llevar a un hombre de aquí. Me temo que voy a perder mi trabajo.
Liddy pide a Robert Odle que le deje utilizar la trituradora de papel. Durante las siguientes horas destruye facturas a su nombre de viajes por todo el país, hoteles, documentos que llevan su firma. En concreto, el borrador del plan en clave GEMSTOME, de espionaje y sabotaje a los demócratas. A continuación, llama a Jeb Magruder, el subdirector del Comité. Le cuenta lo que ha pasado en el Hotel Watergate, y que entre los detenidos está James McCord, jefe de seguridad del propio Comité. Magruder telefonea a Fred LaRue, mano derecha del hasta hace poco ministro de Justicia y actual director del Comité, John Mitchell. Mitchell ordena a LaRue que se asigne un abogado a los arrestados que van a tener que declarar en unas horas ante el juez.
Gordon Liddy sale del Comité para la Reelección del presidente para citarse con un hombre. Es una cita muy importante. Tiene un significado sin precedentes. Liddy se dirige al club de campo Burning Tree donde encuentra al ministro de Justicia, Richard G. Klendienst. Liddy le informa que, entre los detenidos, además de estar James McCord, puede haber personas trabajando para la Casa Blanca o el Comité para la Reelección del presidente. Le pide que interceda para excarcelarlos. Klendienst se niega y Liddy abandona el club de campo. El ministro de Justicia, el máximo garante de la lucha contra el delito y el crimen, supo desde el primer momento que había una implicación y no puso en conocimiento de jueces o fiscales el relato que de primera mano le había confiado el cerebro del allanamiento al hotel Watergate. Con esta extraordinaria conversación entre un delincuente y un ministro de Justicia, se ha puesto en marcha un flanco de una red de encubrimiento que tiene numerosas extremidades a cuya cabeza estará el propio presidente Nixon.
Howard Hunt es un hombre preocupado a esas horas. No ha probado bocado desde las diez de la noche del día anterior. Cenó langosta, en el restaurante del Hotel Watergate junto a los seis partícipes – cinco de ellos detenidos – en la intrusión. Huidizo y fugaz, está en su casa haciendo lo mismo que Gordon Liddy. Ha quemado en el jardín una pila de papeles. Pero ha dejado esta noche en la habitación 214 del hotel Watergate un recibo a su nombre del Club de Campo Lakewood que al FBI le va a costar unas horas relacionar con el allanamiento. Además, en dos agendas de teléfonos de los detenidos figura el nombre de Howard Hunt, el número de su casa, el 202-456-2282 y el del su despacho, el 16, en el sótano de la Casa Blanca, el teléfono 301-299-7366.
Dos pisos más arriba del despacho 16 de la Casa Blanca, el asesor del presidente John Ehrlichman lleva desde las ocho de la mañana haciendo llamadas. El presidente Nixon y su principal asesor, Bob Haldeman, están en Key Vizcaína, Florida. Ehrlichman sospecha que tras el fiasco de Watergate se encuentra el temerario asesor y mano derecha del presidente, Charles Colson. Hace llamadas. Colson niega estar detrás, aunque sí reconoce que Hunt está contratado por él. Ehrlichman también piensa en John Mitchell, ex ministro de justicia y director del Comité y jefe de la campaña de Nixon. Poco después recibe una llamada del jefe del Servicio Secreto Patrick Boggs. El FBI ya sabe que McCord, uno de los arrestados en Watergate, trabaja y pertenece al Comité de reelección de Nixon. Ehrlichman prevé problemas. Así que llama a Ronald Ziegler en Key Vizcaína, el secretario de comunicación del presidente Nixon.
Domingo a la noche. El abogado de la Casa Blanca, John Dean, comunica a John Ehrlichman todo lo que sabe del allanamiento de Watergate. Forma parte del plan GEMSTOME y fue aprobado por Mitchell, el jefe de la campaña del presidente Nixon. Ha caído el sol en Washington, pero aún no del todo en Key Biscayne, donde se encuentra el presidente Nixon. Este lleva unas horas dándole vueltas a los peligros que le acechan. Siempre ha tenido una intuición felina para la política. Descuelga el teléfono y da la primera gran orden a su jefe de gabinete, Bob Haldeman.
– Esa gente a la que detuvieron necesitará dinero. He pensado en cómo hacerlo. Mirémoslo desde el punto de vista de los cubanos anti castristas. Les ayudaría recibir [dinero] de una falsa Fundación en defensa de los cubanos. Además de encargar a la CIA que ayude a bloquear la investigación a causa de sus operaciones encubiertas. Dile a Ehrlichman [asesor de política interior] que este grupo de cubanos está relacionado con Bahía de Cochinos.
19 de junio, lunes. Ala Oeste de la Casa Blanca. John Dean pasa las primeras horas del día reuniendo las piezas del desastre en Watergate. Habla con Ehrlichman, el asesor del presidente que está en Key Biscayne. Habla con el impulsivo asesor Charles Colson. Y se ha citado con Gordon Liddy. Pocos minutos antes, saca con guantes de látex de dos cajas fuertes de la Casa Blanca dos dosieres: uno es el seguimiento ilegal al filtrador de los papeles del Pentágono, Daniel Ellsberg y el allanamiento de la consulta de su siquiatra llevado a cabo por el mismo grupo de personas detenido en el Hotel Watergate; otro es el dossier sobre Ted Kennedy elaborado por Howard Hunt.
John Dean y Gordon Liddy se encuentran en la Casa Blanca. Pero no hablan ni una palabra hasta, dando un paseo de diez minutos, llegar al parque de la Elipse. Liddy rompe el silencio:
– ¿Estoy en lo cierto al suponer que eres el controlador de daños de este problema? Si lo eres, debes conocer toda la verdad.
Liddy pregunta si alguien en la Casa Blanca y en concreto el asesor de Nixon, Charles Colson, estaba al tanto de lo que él, Hunt y los cinco cubanos llevan haciendo desde hace tiempo. Dean asiente. Liddy, responde: “Jodido Magruder”. Liddy garantiza a Dean que ninguno de los hombres detenidos va a hablar. Le enumera los registros ilegales y los seguimientos que han hecho durante el último año. Le pide abogados para los detenidos y dinero para mantener a sus familias.
– Escucha John. Dije que era el capitán del barco cuando el arrecife chocó contra él. Así que estoy preparado a ir a pique con él. Si alguien quiere dispararme, solo dime en qué esquina debo quedarme y permaneceré allí. ¿de acuerdo?
Dean dirige una advertencia a Liddy sobre Howard Hunt.
– Creo que haría bien en abandonar el país. ¿Tiene algún lugar donde ir? Lo más rápido posible. Gordon, creo que a partir de ahora no es buena idea que nos volvamos a ver
– Siento como han ido las cosas, John.
Liddy y Dean se dan la mano. El cerebro del fallido espionaje en Watergate sale por un lado del parque. Dean lo hace por otro en dirección a la Casa Blanca. A su lado pasan ciudadanos ajenos al papel que este joven siempre de traje está jugando. Algunos de los transeúntes que se cruzan con Dean están leyendo el suelto que publica The Washington Post en sus páginas interiores: “Un asesor de la Casa Blanca [Howard Hunt] relacionado con los ladrones”.
Howard Hunt descuelga el teléfono. Reconoce la voz y el alias de Liddy. Este le pide que salga de casa y gire en la calle de la izquierda. Allí se encuentra Liddy. En la sonrisa de este reluce algo peligroso, malas noticias.
El asesor Bob Haldeman llama desde Key Biskayne a su ayudante Gordon Strachan que se encuentra en la Casa Blanca.
– Asegúrate de que nuestros archivos estén bien limpios.
Strachan, además de poner a salvo algunos documentos, borra esa mañana de todos los directorios de personal de la Casa Blanca el nombre de Howard Hunt que figuraba con el despacho 16, el despacho de los fontaneros Young y Krogh.
Cuatro días después, a trescientos metros de la Casa Blanca el jueves 23 de junio, en el Comité para la Reelección, Liddy extrae de una caja fuerte treinta billetes de 100 dólares con numeración consecutiva. Son el resto de billetes que se han encontrado a los detenidos en Watergate. Esos billetes consecutivos están bajo la sospecha del fiscal del distrito de Washington y la de otro fiscal en Miami, de donde son la mayoría de los detenidos en Watergate.
Liddy coge los 30 billetes de 100 dólares y sale del Comité. Va a coger un vuelo a Los Ángeles para dirigirse a la casa de un conocido suyo ex miembro de la CIA. En ese hogar está escondido Howard Hunt. Liddy le entrega 1.000 dólares para que contrate a un abogado. El FBI está sobre su pista, le dice, y tarde o temprano lo va a necesitar. Quizá también él. Los de arriba van dejarles abandonados. Y él, como jefe del grupo debe hacerse cargo de su cobertura. Liddy pide a Hunt que viaje a Miami y entregue otros 1.000 dólares a la mujer de Bernard Barker, otro de los detenidos en Watergate. Y se despide.
– Esta es la última que nos veamos durante algún tiempo.
El dinero del presidente
Para principios de 1972, el Comité Para la Reelección del presidente (CRP), había recaudado 60 millones de dólares, el doble que en la campaña del 68. Es cifra récord de recaudación hasta la fecha en la historia de unas elecciones los Estados Unidos, unos 420 millones actuales. La mayor parte de ese dinero llegó al Comité en maletines. Gran parte tiene una procedencia más que dudosa y muchas donaciones millonarias son ilegales. Por ejemplo, el millón de dólares que ha donado el Sha de Persia, o el otro millón del empresario saudí Khasoggi. Tampoco falla el dictador filipino Ferdinand Marcos. La ley electoral norteamericana prohíbe las donaciones tanto de extranjeros como de empresas nacionales. Pero los hombres de Nixon están, como ya hemos visto, al servicio de una causa y de un hombre situadas ambas muy por encima del bien y de la ley ¿Cómo han recaudado tanto dinero Nixon y sus hombres?
A finales de 1971, el tesorero del CRP, Maurice Stans, convocó a los principales empresarios de Estados Unidos a una conferencia en la que Richard Nixon hablaría de las expectativas financieras de 1972. En un aparte reunieron a los más importantes y les advirtieron que el presidente estaba reuniendo una coalición de electores y donantes que mantendrían a Nixon y los sucesores elegidos por él hasta 1990. A las compañías se les había prometido un clima propicio a sus necesidades en Washington, si Nixon ganaba las elecciones en noviembre de 1972. Como las donaciones de empresas son ilegales, un par de años después serían procesadas Phillips Petroleum, Ashland Oil, Occidental, Goodyear, Tire and Rubber, Braniff y American Airlines.
Los magnates del petróleo aportan 5 millones de dólares al CRP. Gulf Oil, posteriormente multada, y la Grumman Corporation fueron conminadas por Stans, entonces secretario del Tesoro – ministro de Hacienda –, para hacer una contribución de al menos un millón de dólares. La Grumman recibiría a cambio el apoyo de Nixon para vender el avión E2C a Japón, un avión de reconocimiento, en la entrevista que el presidente tendría con el primer ministro japonés.
McDonald´s logró tras su contribución de 255.000 dólares que se retirara la prohibición de subir el precio de la hamburguesa de un cuarto de libra con queso. A George Steinbrenner, presidente de la American Shipbuilding, se le advirtió que no pensara aportar menos de 100.000 dólares.
En el Comité para la Reelección del presidente el dinero entra en maletines, en bolsas de basura, o en sobres sellados. La población desconoce que en este acristalado edificio de 10 plantas en el 1701 de la avenida Pennsylvania, a trescientos metros de la Casa Blanca, se viola la ley y se almacenan millones de dólares conseguidos de la presión cuando no directamente de la extorsión. El dinero procede incluso de donantes que violan los derechos civiles en su países, como la junta militar griega o el Sha de Persia. A finales de julio, un mes y medio después del asalto al Watergate, nadie sospecha que las grandes sumas encontradas a los asaltantes proceden de este comité. Pero van a sospecharlo muy pronto.
John Dean tiene un encuentro con el vice director de la CIA, Vernon Walters. Intenta sin éxito que la agencia pague a las familias de los detenidos en Watergate. Despliega todos los argumentos a su alcance: el servicio a la causa de los arrestados, la seguridad del propio presidente. Walters declina la propuesta de Dean. Así que este recurre a Herbet Kalmbach, un fornido y anguloso abogado del Comité de Reelección y miembro del ministerio de Justicia. Meticuloso en evitar encuentros en despachos o conversaciones por teléfono, John Dean se cita con Kalmbach en el parque Lafayette. Kalmbach ofrece resistencia, pero cede. Lleva mucho tiempo haciendo pagos con el dinero del Comité a saboteadores que trabajan en la costa Oeste. Para llevar a cabo esta nueva operación, recurre a quien se presentará ante las familias como “señor Rivers”. Su nombre es Tony Ulasewicz y un año antes llevó a cabo los primeros trabajos de espionaje por encargo del asesor John Ehrlichman.
En los siguientes días, semanas y meses a ese 28 de junio de 1972, el “señor Rivers” entrega 20.000 dólares del Comité para la reelección a Gordon Liddy y 154.000 a Dorothy Hunt, la esposa de Howard Hunt. Ambos deben repartir el dinero entre los hasta entonces cinco encarcelados por el allanamiento de Watergate.
Han pasado tres semanas desde el arresto en Watergate. La noticia ha decaído hasta languidecer en apenas dos tres medios. Los detenidos están “bajo control”. La Casa Blanca y el Comité para la Reelección están al tanto de la investigación. Todo parece “un robo de tercera categoría”. Es el 1 de julio. Uno de los agentes del FBI, Paul Magallanes, recibe una llamada en su despacho. Al otro lado del teléfono está Peggy Gleason, empleada del Comité para la Reelección de Nixon. Le hace una llamada a cobro revertido: tiene miedo de ser descubierta si sale a llamar a una cabina telefónica. Tiene mucho miedo, y también mucho más que decir. Ha declarado un día antes a dos agentes del FBI, pero en presencia de un abogado del propio Comité y ha respondido con evasivos monosílabos.
Al día siguiente Peggy Gleason es recogida por Paul Magallanes y su compañero Charles Harvey. Durante dos horas dan vueltas por todo Washington hablando en el interior del coche. Cuando se quedan sin gasolina, terminan el testimonio durante siete horas más en el Holliday Inn. Peggy relata todos los preparativos del asalto al Watergate que han tenido lugar en el Comité para la Reelección del Presidente.
Peggy Gleason ha dado un paso muy arriesgado. En el Comité reina una atmósfera opresiva y paranoide, propia de las tragedias de Shakespeare. Hay mucha gente, contables, oficinistas, personal de la tesorería, administrativas, que saben demasiado. Peggy convence a una compañera, Judy Hoback Miller, contable en el Comité, para que hable con los agentes Magallanes y Harvey. Judy, madre soltera, pone a prueba a los agentes. Quiere estar segura de si merece la pena aceptar el final de su trabajo y las represalias en favor de la investigación de dos agentes del FBI que quizá no llegue a ningún buen puerto.
Judy Hoback será fundamental no solo para el FBI. También será una de las más esclarecedoras fuentes de los periodistas Carl Bernstein y Bob Woodward. Tanto al FBI como a los reporteros desvelará que en el Comité había multitud de fondos secretos, provenientes de donaciones en negro e ilegales, y que el Watergate se financió con uno de ellos; James McCord y Gordon Liddy tienen acceso a los pagos de esos fondos.
El 5 de julio, los agentes Magallanes y Harvey obtienen el tercer gran testimonio. Es el de Al Baldwin, el hombre que vigilaba la sexta planta del Watergate desde el motel situado enfrente y que informaba a los asaltantes por walkie talkies de lo que sucedía fuera y en la sexta planta del Watergate. A cambio de inmunidad, Baldwin confiesa que lleva semanas registrando desde la habitación 723 del motel Howard Johnson lo que graban los micrófonos instalados en las oficinas del Partido demócrata en el Hotel Watergate. Esos micrófonos, asegura, se instalaron la madrugada del 12 de mayo. Es decir, hace casi un mes. Baldwin entregaba las cintas a James McCord, jefe de seguridad del Comité de Reelección y también detenido en el Watergate.
Con el testimonio de Gleason, Hoback y Baldwin, el FBI tiene ya pruebas para detener el 12 de julio a Gordon Liddy y Howard Hunt. Se estrecha el cerco sobre el Comité para la reelección del presidente. ¿Cómo justificar los pagos que ha recibido Liddy, 250.000 dólares, y el dinero que llevaban encima los asaltantes? Jeb Magruder y Herbert Porter establecen una coartada en el Comité. Los 250.000 dólares de Liddy eran para una campaña de seguridad contra alborotadores en la convención del Partido Republicano; la ausencia de recibos se debe al descuido de un tesorero, Hugh Sloan, que casualmente ha dimitido poco después de lo sucedido en Watergate. Sloan, un joven fervorosamente partidario de Nixon, es también recto y honesto. No va a cargar con las culpas y dirá al jurado lo que sabe de los pagos que se hacen en el Comité para asuntos muy turbios.
Finales de julio de 1972. Redacción del Washington Post. Es el periódico que no ha dejado de seguir las pequeñas pistas que los ladrones del Hotel Watergate han dejado en dirección a la Casa Blanca. Dos reporteros siguen el caso, Carl Bernstein y Bob Woodward, dirigidos y apoyados por su redactor jefe Barry Sussman. El New York Times publica el 25 de julio que 89.000 dólares hallados en la cuenta bancaria de Bernard Barker habían sido transferidos desde el Banco Internacional de México, de la cuenta de Manuel Ogarrio Daguerre, un abogado financiero de la capital mexicana. Barker había hecho doce llamadas al Comité de reelección entre marzo y junio. El reportero del Times, Robert Rugaber, especulaba en su artículo, que la ruta elegida para el dinero podría esconder donaciones ilegales. Los datos venían del fiscal de Miami, Martin Dadis. Así que Carl Bernstein viaja el 31 hasta Miami para conocer datos de lo que Dadis ha averiguado. En la cuenta de Bernard Barker se había ingresado otro cheque que el Times no ha descubierto. Se trata de un cheque al portador firmado por Kenneth Dahlberg por valor de 25.000 dólares. Bob Woodward y Barry Sussman localizan al desconocido Kenneth Dahlberg en Minneapolis. Es, en efecto, recaudador de fondos para el Comité de Reelección del presidente en el Medio Oeste. ¡Bingo! No tiene la menor idea de cómo ha ido a parar un cheque suyo a la cuenta de uno de los ladrones de Watergate. Sabedor de que se encuentra en apuros, explica a Woodward el viaje de ese cheque. En plena campaña de captación cambió dinero en efectivo por cheques en un banco de Florida para no traer “todo ese dinero a Washington”. A principios de abril de 1972 entregó el cheque de 25.000 bien a Hugh Sloan o a Maurice Stans, los tesoreros del Comité. ¡Bingo! El FBI le ha hecho las mismas preguntas que el periodista tres semanas antes. ¡Bingo, de nuevo! El 1 de agosto, el Washington Post establecía la implicación del Comité con el allanamiento de Watergate.
“Un cheque de 25.000 dólares, al parecer destinado a la campaña de reelección del presidente Nixon, fue depositado en abril en la cuenta corriente de Bernard L. Barker, uno de los cinco hombres detenidos por el allanamiento y el intento de colocar micrófonos en el Comité Nacional Demócrata en esta ciudad, el día 17 de junio…”.
El cheque de Dahlberg proviene e un donante habitual de los demócratas, Dwayne O. Andreas, el presidente del emporio agropecuario Archer Daniels.
La historia del viaje del cheque de Dahlberg da un vuelco al caso. El fiscal del distrito de Washington, Silbert, tenía estos datos desde el principio, pero prefirió apartarlos de la investigación. La publicación rompe la apatía y la connivencia de los partidos políticos. Obliga a que el senado abra una comisión de investigación que será crucial para comprobar la implicación no solo del Comité sino de la Casa Blanca y el presidente.
La prensa, el público, senadores y congresistas van siguiendo el intrincado rastro del dinero: quién, dentro del Comité, tenía acceso a las cuentas y quién daba las órdenes de los pagos; a cuánto ascendía el dinero para operaciones negras. Los periodistas llegarán a saber que asciende a 800.000 dólares. El caso Watergate va despejando su trama, a cuentagotas.
En el sopor de un cielo cargado de conspiración, el presidente Richard Nixon representa el 16 de agosto, en su residencia de verano en San Clemente, el papel de Ricardo III: “Bajo mi dirección el consejero Dean ha llevado a cabo una investigación sobre la posible implicación de algún miembro de la Casa Blanca o el Gobierno. Puedo asegurar categóricamente que nadie en la Casa Blanca ni la administración está envuelto en este bizarro incidente”
Hagamos un salto en el tiempo. Solo por un momento. Al plano secuencia del origen del allanamiento de las oficinas de los demócratas en el Hotel Watergate. Es un gélido 28 de enero de 1972. Gordon Liddy atraviesa el friso del Departamento de Justicia. Va a presentar el plan del allanamiento del Watergate al fiscal general y jefe del Comité de reelección, John Mitchell. Al subir las tres escalinatas, bajo el friso tallado en piedra de la entrada Gordon Liddy apenas acierta a leer.
“NINGÚN GOBIERNO PUEDE SOBREVIVIR SI NO ESTÁ BASADO EN LA SUPREMACÍA DE LA LAEY”.
Liddy expone a Mitchell un amplio mapa de planes para espiar a los demócratas en sus sedes, plan en clave GEMSTOM, trampas mediante prostitutas, hampones o radicales. En esa reunión del 28 de enero están presentes el abogado de la Casa Blanca a las órdenes de Nixon, John Dean, y el subdirector del Comité Para la Reelección, Jeb Magruder.
Mitchell da largas a los planes de Liddy. Recela de él. Mitchell es partidario, como Fiscal general, de acabar con los enemigos mediante el rodillo autoritario de la ley, los decretos judiciales, los sumarios secretos, y la mano dura policial.
Al pasar las semanas sin noticias sobre sus planes, Liddy acude a Howard Hunt para que este hable con el todopoderoso asesor de confianza del presidente, el oscuro y temerario Charles Colson. Colson telefonea de inmediato al subdirector del Comité para la reelección del presidente, Jeb Magruder.
– El presidente quiere – le ordena Colson – que se pase a la acción.
El encubrimiento
Es 23 de junio de 1972. Hace seis días del allanamiento de Watergate. Richard Nixon ha regresado a la Casa Blanca de su descanso en Key Biscayne. Son las 10:04 de la mañana. En el despacho ejecutivo, el presidente Nixon y su asesor Bob Haldeman perfilan el plan para abordar lo que se oculta tras el allanamiento. Es la prueba que acabará por destruir al presidente.
Bob Haldeman: Ahora, en cuanto a la investigación, conoces la cuestión de la incursión en el cuartel de los demócratas, volvemos a tener problemas porque el FBI no está bajo control porque Gray [director en funciones del FBI] no sabe cómo controlarlo y su investigación ahora les lleva a buenos resultados, porque han podido seguir el origen del dinero a través del banco. Y todo eso lleva a direcciones a donde no queremos que vaya. También hay algo más: un informante presentó al FBI a un fotógrafo o a alguien que conocía a un fotógrafo que había revelado para Barker [uno de los detenidos en Watergate] un carrete de fotografías de documentos de los demócratas con el membrete oficial. Así que son cosas como esas las que se están filtrando. Mitchel vino con eso ayer y John Dean lo analizó cuidadosamente anoche. Llegó a la conclusión, ahora de acuerdo con Mitchell de que la única manera de resolverlo… Es que hagamos que Walters [director de la CIA] llame a Gray y le diga: “mantente al margen de esto, esto es un asunto en el que no queremos que vayas más lejos. No es una manera usual de proceder…
Presidente Nixon: Pero han seguido la pista del dinero hasta
Bob Haldeman: Bueno, ellos han seguido el dinero hasta un nombre, pero no lo tienen todavía.
Presidente Nixon: ¿Pudiera ser alguien de aquí?
Bob Haldeman: Ken Dahlberg.
Presidente Nixon: ¿Quién demonios es Dahlberg?
Bob Haldeman: Es, envió un cheque en Minnesota y el cheque fue directamente a este hombre, Barker.
Presidente Nixon: pero ¿no es del Comité, no viene de Stans?
Haldeman: Sí, lo es. [el cheque] es perfectamente seguible y hay más cheques a través de gente de Texas que ingresaron en un banco de México. Hoy conseguirán sus nombres.
Presidente Nixon: estoy pensando, si ellos no cooperan, ¿Qué dirán? que fueron hurtados por los cubanos. Es eso lo que entonces Dahlberg tiene que decir, y los de Texas, también.
Bob Haldeman: Bien, si lo hacen, pero entonces dependemos de más y más gente todo el tiempo. Ese es el problema. Y pararán si nosotros podemos optar por otro camino.
Presidente Nixon: Está bien.
Bob Haldeman: ellos piensan que el mejor modo de hacer esto es mediante instrucciones de la casa Blanca a Helms y ¿Cómo se llama? ¿Walters? [vicedirector de la CIA]
Presidente Nixon: Walters.
Haldeman: y la propuesta sería que Ehrlichman y yo les llamáramos.
Presidente Nixon: Cómo vas a llamarles. Quiero decir que hemos hecho muchas cosas por Helms.
Bob Haldeman: eso es lo que dice Ehrlichman.
Presidente Nixon: Por supuesto. Este… Hunt pondrá al descubierto un montón de malditas cosas que serían perjudiciales si esto sigue adelante. Esto implica a esos cubanos, Hunt y un montón de cosas que no tienen nada ver con nosotros. ¿Qué demonios sabe Mitchell de todo esto?
Bob Haldeman: Así es. No creo que conociera los detalles, pero creo que sabía.
Presidente Nixon: ¿no sabía lo que estaba sucediendo con Dahlberg y los texanos? ¿Quién fue el imbécil que lo hizo? ¿Liddy? ¿Fue ese loco?
Bob Haldeman: lo es.
Presidente Nixon: Quiero decir que simplemente no está bien jodido, ¿verdad? ¿No es ese el problema?
Bob Haldeman: No, pero estaba sometido a mucha, aparentemente, para que obtuviera información, y a más presión, más presionó a su gente para llegar más lejos.
Presidente Nixon: ¿Presión de Mitchell?
Bob Haldeman: Aparentemente.
Presidente Nixon: Bien. Lo comprendo todo. No vamos a preocuparnos por Mitchell. Menos mal que no ha sido Colson.
Bob Haldeman: El FBI entrevistó ayer a Colson. Los agentes del FBI han llegado a la conclusión de que había dos posibilidades. Una, que esto es cosa de la Casa Blanca – no creen que haya nada en el Comité de Reelección, – y tienen algunas oscuras razones –, no políticas, o fue cosa de los cubanos y la CIA. Después de haber interrogado a Colson llegaron a la conclusión de que no es cuestión de la Casa Blanca.
A las 2.20 de la tarde, Haldeman regresa al despacho Oval de su entrevista con los directores de la CIA Vernon Walters y Richard Helms
Bob Haldeman: Bien, no hay problema. No mencioné a Hunt al principio. Solo dije que estábamos dando una dirección a este asunto en el que crearíamos potenciales problemas en áreas que serán perjudiciales para la CIA y el Gobierno. Walters dijo algo…
Presidente Nixon: habló.
Bob Haldeman: Creo que Helms también. Helms dijo que bien… Gray [director en funciones del FBI] llamó y dijo ayer, que pensaba que…
Presidente Nixon: ¿Que Gray dijo qué?
Bob Haldeman: Gray había llamado a Helms y el dijo; “Creo que hemos entrado en medio de una operación encubierta de la CIA”.
Presidente Nixon: ¿Gray dijo eso?
Bob Haldeman: Sí y Helms respondió “nada, no hemos hecho nada de esa naturaleza” y Gray dijo “pues me lo parece a mi .. [E]sto nos embarrará [a] todos” y ahí terminaron la conversación. Dije: “bien esto probablemente nos va a llevar a Bahía de Cochinos y a otras cuestiones y gente que no está implicada a excepción de su contacto, pero esto lleva a áreas que van a ser descubiertas… el maldito problema de esto es que lleva a Hunt”. Es este punto Helms se dio cuenta de la situación… y dijo: “esteramos felices de ser de ayuda y haremos lo que quieras. Me gustaría saber la razón para ser de utilidad”. Le dejé claro que no iba a dársele órdenes explícitas, sino indicaciones generales, así que dijo que bien … Walter dijo “no sé lo que podemos hacer” [risas]. Walters quedó en llamar a Gray.
Presidente Nixon: ¿Cómo funciona eso? ¿Cómo pudieron, por ejemplo, si estaban tan desesperados tener a alguien en un banco de Miami?
Bob Haldeman: Lo que dice John [Ehrlichman o John Dean] es que el FBI aún no sabe lo que estaban encubriendo. Tampoco lo necesitan porque están descubriendo otros aspectos, eso es seguro. Es exactamente lo que no queríamos de ningún modo desde un punto de vista político. Una cosa que me dijo Helms es que preguntó a Gary por qué este creía que la CIA estaba implicada y este le respondió: “bien, por la cantidad de dinero que hay envuelta en el caso”. Esto hace sospechar a Helms.
Presidente Nixon: Si esto permite seguir la pista del banco, demonios, ellos quizá piensen que Dahlberg financió a la CIA, sabes lo que quiero decir, con seriedad
Bob Haldeman: La CIA coge el dinero, como sabemos de diferentes modos.
Presidente Nixon: ¿puedes imaginar lo que Kennedy pudo hacer con ese dinero?
El presidente Nixon y su jefe de gabinete han dado el primer e importante paso en la obstrucción del caso Watergate. Creen que, al ser presionado por la CIA, el FBI no va a descubrir la ruta del dinero de Dalhberg. Nixon y sus hombres tienen un éxito efímero, como hemos visto. Catorce días. En lo que los diarios New York Times y el Washington Post tardan en publicar que el dinero en poder de los asaltantes procedía del Comité de reelección del Presidente. Es dinero negro. Procedente de donaciones millonarias e ilegales. A partir de este momento, Nixon se convierte en el Ricardo III de Shakespeare. Y eso lo veremos en el siguiente y último capítulo.
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Esta serie de crónicas se han elaborado a partir de los siguientes libros:
Watergate. A New History. Garrett M. Graff. Avid Reader Press, 2023.
Abuse Of Power. The New Nixon Tapes. Stanley I. Kutler. Free Press, 1997.
Nixon. La Arrogancia del Poder. Anthony Summers y Robbin Swan. Traducido por Inma Gutiérrez. Atalaya, 2015.
The Great Cover Up: Nixon and The Scandal Of Watergate. Barry Sussman. Plume and Meridian Books, 1974; Seven Locks Press, 1992.
Retratos de Watergate. Mary McCarthy. Anagrama, 1974. Traducción de Antonio Sesmonte
Para saber más:
Watergate: Historia de un abuso de poder. Víctor Alba. Ediciones Nauta 1974.
El escándalo Watergate. Bob Woodward y Carl Bernstein. Editorial Euros, 1974. Traducción de Joaquín Ortega Adsuar.
Los días finales. Carl Bernstein y Bob Woodward. Traducción de Iris Martínez. Argos Vergara 1977.