
He salido al drugstore en la esquina de enfrente. Solo sé que era aún de noche. Cigarrillos. Y whisky. Solo sé que el luminoso de neón de la pensión La Esperanza estaba apagado. Entonces escuché su voz. Angélica siempre habla tambaleando las palabras. Camina por la calle tambaleándose. Detiene sus pensamientos y los tambalea. Traía un mensaje y lo tambaleó.
– Te andan buscando en Corrientes. No saben que estás acá. El loco Pereira está al mando. Andate.
Tambaleó la mirada y su frágil cuerpo. Emitió un sonido como de sentencia injusta. La pobre Angélica, juez por vez primera.
La luz que araña la botella vacía parece irreal, de quirófano vacío. Debería preguntarme. Qué hacer. Pero solo tengo ganas de pensar. Como cuando era pequeña. Por qué ocupar el tiempo con la arrogancia de las responsabilidades. Siempre el futuro. Morfina en las venas del presente.
Así que divago durante no sé cuánto tiempo. Puede que haya sido hasta más allá del mediodía. He vuelto a bajar al drugstore. Casi a una yarda, un viejo ford de un azul deslavazado con un faro trasero lastimado. Una sombra contundente en su interior. Andan todavía en Corrientes.
Así que a cuatro cuadras al sur, a una del boliche de la flaca Angélica.
– Te tengo que decir, Angélica. Es tu papá. Vos lo sabés.
Puede que los del loco Pereira estén a no más de una yarda. En este país aún nos cogemos a las reputas como vos, gritaba él, exhausto. Y ella y después el otro gritaban a Pereira con la agónica voz que les quedaba. Le dije a la Angélica, aquella mujer estaba embarazada. A él le habían quebrado los ojos, después todo lo demás. En la misma noche en que me sacaron a mi.
En la chimenea de Dolores Echeita se quemaba el otoño del mundo mientras las dos lo mirábamos maravilladas. Afuera en su jardín de la esquina Nuevo Continente con Libertadores tiritaba de frio el abedul grandioso. Ese abedul regio que guarda a 32 centímetros de su tronco bajo tierra la caja que busca Pereira casi diez kilómetros más lejos.
La Angélica se pone a tiritar. Así, de repetente. Quiere levitar, ser pájaro. Ahora, después de tantos años. Los silencios, pesados como el plomo, que guarda no le dejarían elevarse un centrímetro del piso.
– ¿De qué año me hablás? Mi viejo no estaba destinado allá donde decís.
Recuerdo todo en él gordura. Sus dedos gruesos, encallecidos de un modo sorprendente para alguien que es policía. Solo lo era de noche, supe más tarde. Lo supuse aquellos días. Suplía con destreza de movimientos y una rapidez asombrosa su mórbida corpulencia. Era él quien estaba en el ford azul a unas yardas del hotel hace hace un par de horas.
Le repetí a la flaca que era su padre, después de afotearla.
– Y qué si fue. Lo fue de tantas quizás.
Me rio. No conozco el curso de mi seguridad. Va tomando un carácter despiadado, pero centellea un aura de celestial justicia. O quizás un centelleo de aniquilación injustamente necesaria. Es eso, todo eso lo viste, me digo temblorosa, lo que buscaste acá cuando viniste a por la flaca.
Ya lo sabías. Cómo no ibas a saberlo. Viniste porque no ibas a por ella. Estás buscando a quienes te buscan aplicando su mismo método depredador. Y esa débil repuesta de la flaca Angélica es el rastro que husmeás para seguir a tus captores.
Están buscando la cajita de latón enterrada en el jardín de Dolores Echeita. No saben que están buscando la cajita. Sólo buscan lo que está en su interior.
Dolores Echeita, tan religiosa ella, respetada, viuda de un milico. Cargó en su alma una valentía boreal. Se atrevía en los cócteles a lanzar a los brigadieres de la policía que se personaban a besar su mano y a los mandos de la Marina:
– Cómo no se ha quemado, capitán Merano, esa infecta mano de tanto parrillar por la noche a los detenidos. Mi marido lo haría fusilar. Lo hará Dios, pero de poco a poco, Merano. El infierno de Dante será poco para vos.
La esposa de Merano estaba embarazada igual que yo. Dio a luz en la maternidad a pocas cuadras de acá. Yo dí aluz en las manos de Merano.
– Yo le enseñaré ese listado y las fotografías al obispo – repetía Dolores Echeita sin que le temblara ni la voz ni el ánimo – El mundo lo sabrá todo.
La flaca Angélica escucha mientras se valancea. Ella también sabe que buscan un listado con sus nombres, sus destinos de entonces, las mujeres que se quedaron embarazadas allá en aquellas cárceles domésticas, las que dieron aluz, las que sobrevivieron, las que no. Luego está el otro listado, el de los bebés.
– Flaca, reciega, eres uno de esos nombres.
– Sos una zorra.